El amable y festivo público que colmó ayer los tendidos de la plaza de Las Ventas consiguió que el diestro Sebastián Castella, aun lesionado, saliera finalmente a hombros, más por la impresión causada por el aparatoso percance que sufrió el francés que por los méritos reales de su faena al quinto toro de la tarde. Ese preciso momento, cuando recibía de capa al astado de Garcigrande, fue la dramática clave de todo cuanto sucedió después, pues condicionó que se tomara como una heroicidad todo lo que Castella, ya recuperado del tremendo susto, le hizo al animal que minutos antes estuvo a punto de acabar con su vida. Y es que el toro, de un violento y seco derrote de su pitón izquierdo, cuando aún conservaba todas sus fuerzas, prendió al francés por el pecho y lo zarandeó brutalmente en el aire antes de dejarle inerme sobre la arena.

Toda la plaza, hasta ese momento metida en fiesta, se quedó en silencio, impactada, conmocionada, esperando a que Castella tuviera una mínima reacción, esa que solo llegó cuando las cuadrillas lograron que se incorporara y pudieron llevarle hasta las tablas para ser atendido. Tardó unos minutos el torero galo en recuperar las fuerzas y el ánimo, en tanto que el toro iba mostrando la calidad y la profundidad de sus embestidas. Quizá por ello, en un gesto que enardeció al tendido, Castella comenzó su faena de muleta con las dos rodillas en tierra con más voluntad que temple y acierto.

Pero ese matiz, esa falta de mando y de pulso sobre el notable toro de Garcigrande que continuó marcando el resto del trasteo, no lo tuvo en cuenta ese público que jaleó cada medio pase, cada alarde y cada efectismo de Castella.

Se pidieron y se concedieron esas dos orejas, que fueron un desmedido premio acorde a las desmedidas reacciones de un público más impresionable de lo que era habitual en esta seria y exigente plaza.

Pero el hecho es que hasta entonces también se habían aplaudido con calor y gran efusividad tanto el desastroso y embarullado muleteo de Castella a su encastado primero como el tenso y visible esfuerzo de Enrique Ponce por centrarse con un noble sobrero de Valdefresno y por imponerse a su áspero segundo, lo que logró en pocas ocasiones.

Por su parte, el venezolano Jesús Enrique Colombo, que confirmaba la alternativa, se mostró voluntarioso con el primero, que pareció acusar ciertos problemas de visión, y se vio desbordado por la impetuosa bravura del sexto. Y quién sabe si también por el desaforado ambiente de una tarde de mezcladas y encontradas emociones en una plaza que atraviesa por una seria crisis de personalidad. Y de criterio.