Primitivo Pérez llegó procedente de un pequeño pueblo de Salamanca en la década de los 40 arrastrado por el hambre de la posguerra. Tras probar en varias profesiones, se labró un futuro en el mundo del transporte. A sus 89 años, Pivo (que es como le llama todo el mundo) pensaba que ya lo había visto todo en la vida. Hasta que se topó con el esmerado Roberto. Un boliviano de 47 años que cose, lava, limpia, cuida de que se tome la medicación y, si hace falta, incluso lleva a cabo pequeños arreglos en el piso. "Es una gran tipo", dice Pivo con cariño, aunque cuando el boliviano se le ofreció como empleado doméstico, hace un año, la familia del salmantino se lo pensó dos veces.

"Quien atendía a mi padre era la hermana de Roberto. Tenía a sus hijos en Bolivia y, cuando decidió regresar, nos pidió que contratáramos a su hermano. Al principio nos pareció muy raro, porque este trabajo lo acostumbran a hacer mujeres, pero insistió tanto que lo cogimos a prueba", recuerda Teresa, la hija mayor del salmantino. El resultado fue tan bueno que al poco tiempo le ayudaron a regularizar su situación en España y le hicieron un contrato. Roberto está dado de alta en la Seguridad Social, pero aun así tiene que hacer ciertos trámites para adaptar su situación a la nueva normativa, que obliga a darlos de alta aunque solo trabajen unas horas a la semana. El boliviano tiene un horario flexible, lo que le permite compatibilizar ese trabajo con un empleo temporal de recepcionista nocturno en un hotel.

El caso de Pivo y Roberto --que sea un hombre en un mundo de mujeres al margen-- es un ejemplo de un fenómeno habitual: Antiguos emigrantes que llegaron con lo puesto, que servían en las buenas casas de entonces y que eran abonados permanentes al pluriempleo. Muchos de estos extranjeros tienen una formación superior a la media española. Como Marta, colombiana de 47 años con estudios de contabilidad que llegó a España con una oferta de empleo en un restaurante de La Jonquera. Un trabajo que no resultó ser lo que imaginaba, ya que se pasaba el día contando dinero mientras veía con extrañeza que ella era la única empleada que iba vestida en el establecimiento. Marta salió pitando y, como no tenía papeles, durante un tiempo tuvo que trabajar en condiciones muy precarias. "Limpiaba en una carnicería y, cuando había inspecciones, me encerraban en la cámara frigorífica".

Remedios y Lídia son dos españolas que también trabajan en el servicio doméstico, pero que por diferentes razones no quieren cotizar en la Seguridad Social. Lídia tiene 51 años y cobra el paro. Con sus trabajos en domicilios obtiene un sobresueldo. Remedios está a punto de cumplir los 65 y nunca ha cotizado. "Para qué voy a darme de alta, ¿para que me bajen el precio de las horas?, dice, que, pese a su edad, piensa seguir trabajando muchos años.