Votar como respuesta frente a la realidad, como única fricción sobre el viento cambiante, con la electricidad en la voz de los pueblos despiertos. Todavía podemos salir a la calle durante la jornada electoral. Podemos elegir una lista --cerrada, pero lista-- con unos candidatos, un programa, un discurso. Es todavía posible dirigirse al colegio electoral, comprobar nuestro nombre, descorrer la cortina y escoger. No siempre ha sido así, y nadie nos puede garantizar, realmente, que siempre lo será. La fragilidad de la belleza, esa normalidad del gesto convertido en herencia y costumbre, no asegura su continuidad. En estos treinta años hemos perdido ya parte del equipaje, porque siempre hay razones sensatas para recortar los derechos de la ciudadanía. Esto lo hemos sabido en los últimos tiempos, y ya nadie nos puede convencer de que exista ningún límite, que haya algún derecho inexpugnable: porque otros igualmente fundamentales y aparentemente inatacables han sido cercenados con la impunidad de quien se cree no solo testigo, actor o director de su tiempo, sino también autor de su teatralidad, alterándole la escena a los demás, su conciencia y su naturalidad de convivencia cívica.

Hoy podemos votar, y esto ya es una fiesta. Todavía podemos. Y la plaza es el sol crepitante de mayo al salir de los patios, al vislumbrar el trozo deslumbrante del cielo que seguimos buscando sobre la eternidad, como en la canción de Alberto Ballesteros, reivindicado una dignidad anterior a nosotros, la de toda la gente que en otros momentos mucho más difíciles, pero también alzados con una impunidad no muy alejada de esta, reivindicaron una dignidad soberana y distinta, con su mirada consciente. Hoy estamos aquí, también, por ellos. Hoy podemos votar, entre otras cosas, por aquellas asociaciones vecinales, por el empuje de los sindicatos, de los partidos políticos, de los abogados laboralistas. Da la sensación de que hemos recuperado parte de ese empuje, de ese viejo entusiasmo, reconvertido en una nueva forma de entender la política, en una ilusión plena que ha apartado el hartazgo, esa interesada cantinela de que solo es posible elegir entre lo malo y lo peor. La situación, siendo muy otra, parece concentrar algunas dosis quizá no tan diferentes de esperanza en el cambio, en la nueva atención sobre una actualidad que nos modifica no solamente como sujetos de derecho, sino también como protagonistas de una sustancia ética. Durante mucho tiempo, hemos sido objetos del temor: a la crisis, al desempleo, al derrumbe de nuestro sistema de convivencia. Y no solo temor, porque todavía vivimos con la evidencia de que nuestros derechos pueden ser vendidos al mejor postor con la legalidad precisa en cada instante. Pero también el miedo tiene fin: porque si bien resulta un agente poderoso, irracional, terrible, para tener cogidas a las gentes en su fiebre más íntima, hay otro elemento que puede derribar ese miedo, levantándonos sobre su pie quebrado, frente a su sombra adversa. Y ese elemento, en la España de hoy, vuelve a ser la esperanza del cambio.

¿Qué no estamos peor que hace cuatro años? Eso pueden decirlo los beneficiados, y también los eternos secundarios que han amortizado su presencia en el elenco y seguirán apuntalando la consigna. Pero la gente, la que de verdad hace la vida, que la sufre y levanta, que maneja sus propias cifras y sigue hablando del temblor del paro, es libre de aspirar no a conservar lo precario, ni a mantener la mediocridad, sino a mejorar, a explorar otras vías, a buscar ese trozo de cielo desprendido sobre la realidad.

España hoy se viste de largo para el mundo, porque todos los focos se concentran aquí. Más allá de Grecia, más allá de las primaveras árabes, más allá de las guerras cada vez más terribles y su desolación, hoy la prensa extranjera se ocupa de nosotros, porque en España surgen otras voces y también otras formas de comprender el foro. El juego ha comenzado, con sus reglas cambiantes. Sigue siendo hermoso recordar la procedencia de toda insurgencia, la militancia histórica de gentes y partidos que sacaron la democracia adelante, y es imprescindible comprender que este nuevo camino es la plaza abierta del encuentro común. Pero todo se muta con el aire de tarde, y cada canción nueva, con el viento en las hojas, incorpora su propia melodía. Ni está el mañana ni el ayer escrito, y por eso al votar celebramos la vuelta de la poesía política.

* Escritor