Cuando escribo estas líneas aún no se ha celebrado su proclamación, así que desconozco si el Rey de las Fiestas de Cabra entró en el acto del brazo del alcalde o de su compañera de trono. Tampoco sé si el pregonero exaltó su belleza como ha sido habitual cada 3 de septiembre en mi pueblo con respecto a las mujeres que hasta este año monopolizaban la corona. Yo mismo, hace 10 años, tuve el honor y la responsabilidad de subirme a ese escenario y me encontré en la encrucijada de ajustarme a la tradición o de jugar con ella, aún a riesgo de merecer las críticas de un vecindario tan conservador. Haciendo una pirueta aproveché para desearle a aquellas siete jovencitas que me escuchaban vestidas de princesas que hicieran en sus vidas justo lo contrario de lo que estaban haciendo aquella noche. Y permitiéndome un ejercicio de ironía pedí a las autoridades la elección de un rey y hasta de una drag queen para que así todas y todos nos pudiéramos sentir representados. Justo una década después, el gobierno municipal del PP se ha tomado en serio mi propuesta irónica y este año en Cabra los rejoneadores se verán en la tesitura de brindar el día 8 una faena también el bello rey. De esta manera pensarán algunos y algunas que se da un paso gigantesco hacia la igualdad y que mi pueblo, tan poco dado a las innovaciones, se coloca a la vanguardia de las políticas feministas.

No es casualidad que esta novedad se introduzca en un momento de tremenda confusión en la opinión pública, en los medios y en la clase política en torno a lo que implica la igualdad de género y a cómo traducir en hechos las convicciones feministas. En esta ceremonia de la confusión, que lógicamente beneficia a los de siempre, es decir, a nosotros, resulta facilón concluir que la igualdad no ha de significar otra cosa que, por ejemplo, propiciar que los hombres seamos sometidos a los mismos tratos denigrantes que durante siglos lo han sido las mujeres. De esta manera, si a ellas se las cosifica y sexualiza, nosotros también debemos ser reducidos a mero cuerpo. Si ellas han sido y son objetos de una publicidad estereotipada, también nosotros hemos de convertirnos en ganchos sexuados para el consumo. Si ellas continúan presentándose a concursos de belleza, qué menos que nosotros no seamos tratados también como perchas en las que colgar moda, cosméticos y músculos.

Es evidente que de esta manera no transformamos la realidad ni ponemos el dedo en la llaga de la desigualdad. Al contrario, le hacemos el juego a un orden, el patriarcal, que es especialista en darle sentido al dicho de que todo cambie para que todo siga igual. Se equivocan pues quienes son cómplices de este tipo de medidas y discursos. Porque el feminismo es un pensamiento, una vindicación, una ética, que persigue darle la vuelta a un estado de cosas en el que nosotros hemos sido los privilegiados y ellas las subordinadas. Ello supone un programa transformador que busca más justicia para todas y todos, mayor calidad democrática y, sobre todo, que mujeres y hombres seamos tratados como sujetos autónomos equivalentes. Lo cual no significa igualarnos en la estupidez ni mucho menos dejar intocables las reglas de juego que a ellas las continúan degradando.

Estoy seguro de que este septiembre muchas chicas y también chicos de mi pueblo disfrutarán cuando vean al apuesto Rey luciendo body en la carroza o en la procesión. No seré yo quien niegue los placeres de la belleza masculina. Pero espero que, pasados los fuegos artificiales, nadie se crea que ya somos más iguales. Simplemente habremos multiplicado el carácter rancio de una costumbre que justamente nació en un momento histórico en el que las mujeres estaban condenadas a ser ángeles del hogar o reinas de la belleza. Mucho me temo que Lampedusa bien podría haber sido egabrense.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO