El cardenal George Pell es la autoridad eclesial de más rango -el número tres de la Santa Sede- imputada por delitos de pederastia. La acusación cayó como un jarro de agua fría en el Vaticano, justo en el día de San Pedro, poco antes de que el Pontífice ungiera a los nuevos arzobispos en una ceremonia en la que Pell ya no participó, tras pedir una «excedencia» para ir al juicio que tendrá lugar en Australia el 18 de julio. El conservador ministro de finanzas, que contaba con la máxima confianza del Papa, ya en su día tuvo que afrontar otras acusaciones menores de abusos y fue testigo de la Royal Comission australiana que investigó los reiterados delitos sexuales cometidos por miembros de la Iglesia. Ante las atroces conclusiones de la comisión gubernamental, Pell admitió «enormes errores» y afirmó que «no se puede defender lo indefendible». Ahora se enfrentará a los tribunales, «en el pleno respeto a las leyes civiles», según comunicó la Santa Sede. La política de la Iglesia sobre los abusos sexuales ha oscilado del oscurantismo con Juan Pablo II a la aparente firme decisión del Papa Francisco, que instauró una comisión pontificia para la protección de menores (que inició en el 2014 el primer proceso penal por pederastia contra el arzobispo Wesolowski) y se reunió con víctimas para pedir un enfático perdón simbólico. Pero a las disculpas es obligado sumar la asunción de responsabilidades y evitar que vuelva a suceder.