Desde el inicio de mi actividad docente en 1978, he impartido siempre la materia de Historia de España. Y entonces, como ahora, siempre me he referido a la etapa franquista como una dictadura, a pesar de que por aquellos años había quienes defendían otras denominaciones, y utilizaban la más aséptica de "era de Franco", divulgada a partir de un conocido libro de Ramón Tamames o también recurrían al término "régimen franquista", que tenía una nula definición ideológica. Aquel sistema dictatorial, en sus formas y en sus métodos, tenía su origen en la manera en que se desarrolló la guerra civil, y adquirió su formulación plena a partir del momento del final de la misma, de lo cual se cumplen hoy 75 años. El día 1 de abril fue mucho tiempo una de las fiestas oficiales, pues se trataba de conmemorar la victoria (con desfile militar incluido), no la paz, porque hasta sus últimos discursos Franco siempre recordó la importancia de 1936, y nunca se cumplieron sus palabras al periodista Manuel Aznar en una entrevista el último día de 1938: "Quiero sencillamente decir que yo no aspiro solamente a vencer, sino a convencer. Es más; nada o casi nada me interesaría vencer, si en ello no va el convencer. ¿Para qué serviría una victoria vacua, una victoria sin finalidades auténticas, una victoria que se consumiera a sí misma por falta de horizontes nacionales? Los españoles, todos los españoles, los que me ayudan hoy y los que hoy me combaten, se convencerán".

Al leer esas palabras resulta imposible no recordar las de Unamuno, cuando el 12 de octubre de 1936 señalaba que a los sublevados les resultaría difícil convencer porque no serían capaces de persuadir. Aquello supuso su destitución como rector de la Universidad de Salamanca, y la muerte dos meses después. Por cierto, que en la citada entrevista, Franco resaltaba el papel de los marroquíes en la guerra y hacía una promesa: "Y en Córdoba he de construir una Universidad de Estudios Superiores Orientales, donde los estudiantes musulmanes hallen ocasión de investigar acerca de antiguos esplendores de su civilización". Pero la realidad fue que con el final de la guerra se inició una historia de manipulación del pasado: para hacer referencia al conflicto de 1936-39 se utilizaban términos como "cruzada" o "guerra de liberación", y tan solo muchos años después se pudo hablar de "guerra civil". El franquismo nunca olvidó que debía su legitimidad a una acción violenta, no le preocupaba tanto la paz como señalar quiénes habían sido los vencedores y quiénes los perdedores, porque la guerra no finalizó con un acuerdo, sino con la imposición de los sublevados, por ello aunque se hablase de paz, como indica Paloma Aguilar, era "una paz casi agresiva".

Pasados setenta y cinco años, aún queda por resolver cómo encajar la memoria de la guerra en la sociedad española, pues en muchos sectores de la misma no se han superado los maniqueísmos a la hora de interpretar el conflicto. Debemos admitir que toda guerra civil es una tragedia, máxime cuando uno de los dos busca la eliminación absoluta del otro y que en política no hay mayor maldad que la de negar a los ciudadanos sus derechos. Cabría recordar las palabras que en La velada en Benicarló pone Azaña en boca del diputado Garcés: "Ninguna política puede fundarse en la decisión de exterminar al adversario. Es locura, y en todo caso irrealizable. No hablo de su ilicitud, porque en tal estado de frenesí nadie admite una calificación moral. Millares de personas pueden perecer, pero no el sentimiento que las anima. Me dirán que exterminados cuantos sienten de cierta manera, tal sentimiento desaparecerá, no habiendo más personas para llevarlo. Pero el aniquilamiento es imposible y el hecho mismo de acometerlo propala lo que se pretende desarraigar".

* Catedrático de Historia