Es la hora de las hojas muertas, que caen, una tras otra, hasta que la rama ve en tierra todos sus despojos. Es la hora de las incertidumbres que nos acosan por todas partes. «Lo que da más miedo de nuestro tiempo es la incertidumbre. Es el hábitat natural de la vida humana pero es la esperanza de huir de dicha incertidumbre la que constituye el auténtico motor de nuestros empeños», dice Z. Bauman. Nadie es capaz de decir lo que va a suceder, ni de medir la repercusión futura de los acontecimientos. La incertidumbre de hoy día es una especie de abismo, donde, de repente, uno cobra consciencia de todo. Las gentes dejaron de tener certezas y, en muchos casos, tambien dejaron las creencias que daban seguridad. Los hombres nacen, crecen y mueren pero la naturaleza humana sigue ahí. «La gran paradoja es que todo ha cambiado a nuestro alrededor, pero nosotros somos sustancialmente los mismos. Y ello porque el carácter es inmutable y viene determinado desde nuestra infancia. Los científicos dirían que está inscrito en nuestros genes y puede que sea verdad. Lo cierto es que no podemos ser otra cosa que lo que siempre hemos sido». Este juicio lo plasmó en uno de sus artículos Pedro G. Cuartango, y, ciertamente, reflexionando un poco, nos produce un cierto escalofrío. Es la misma tesis que defiende Arturo Pérez-Reverte: «Nadie que conozca bien nuestro pasado puede hacerse ilusiones; o al menos, eso creo. Los españoles estamos infectados de una enfermedad histórica, mortal, cuyo origen quizá haya aflorado a lo largo de mi historia de España. Siglos de guerra, violencia y opresión bajo reyes incapaces, ministros corruptos y obispos fanáticos, la guerra civil contra el moro, la Inquisición y su infame sistema de delación y sospecha, la insolaridad, la envidia como indiscutible pecado nacional, la atroz falta de cultura que nos ha puesto siempre --y nos sigue poniendo-- en manos de predicadores y charlatanes de todo signo, nos hicieron como somos: entre otras cosas, uno de los pocos países del llamado Occidente que se avergüenzan de su gloria y se complacen de su miseria, que insultan sus gestas históricas, que maltratan y olvidan a sus grandes hombres y mujeres, que borran la memoria de lo digno y solo conservan, como arma arrojadiza contra el vecino, la memoria del agravio y ese jainismo suicida que salta a la cara como un escupitajo al pasar cada página de nuestro pasado. Estremece tanta falta de respeto a nosotros mismos». El diagnóstico no puede ser más aterrador. Por eso, frente a las hojas muertas, los brotes de una educación en valores; frente a las incertidumbres, la savia nueva de unos criterios rectos y bien fundamentados en la verdad, el amor, la justicia y la libertad. «Si no se pueden evitar las arrugas de la cara, sí es posible evitar las arrugas del alma», dice el escritor parisino Jean-Baptiste A. Karr. Hoy más que nunca es la hora de la reflexión sonora que ilumine senderos tenebrosos, para no despeñarnos juntos por el abismo de la destrucción.

* Sacerdote y periodista