Este verano, del que transcurren los últimos días, se ha caracterizado, entre otros muchos aspectos no siempre edificantes, por dos cuestiones de enorme interés para Córdoba: las temperaturas extremas y el rodaje de nuestros nuevos responsables institucionales tras la toma de posesión del Gobierno andaluz y de una Corporación municipal mixta, ambos de izquierdas. Asistimos, pues, en teoría, a los inicios de un tiempo diferente y de oportunidades inéditas que, sin embargo, no parece empezar con buen pie, al menos por lo que a la cultura se refiere. De ahí el escepticismo de muchos, para quienes, vista la experiencia acumulada de las últimas décadas, todo lo que venga será aún peor que lo anterior, especialmente en lo que a arqueología se refiere.

Vivimos tiempos de euforia. El turismo ha aumentado el número de pernoctaciones en la ciudad, ha masificado los patios, y toma Córdoba a diario cual hordas de nuevos invasores, limitados en buena medida por una oferta cultural que prescinde conscientemente de algunos de nuestros signos definitorios más importantes; entre los cuales los escasos testimonios materiales supervivientes de nuestro pasado. Si uno repasa las entrevistas realizadas a los responsables de Cultura de los gobiernos autonómico y municipal, encuentra una ausencia alarmante de preguntas y respuestas al respecto que indican por una parte la falta de interés, preocupación o quizá incluso información de los periodistas, y por otro el escaso compromiso de quienes parecen más (pre)ocupados por el arte contemporáneo, el flamenco, las procesiones, el fútbol o las polémicas estériles, que por todo aquello que sustenta la imagen universal de Córdoba y el papel que ha desempeñado en la historia de la humanidad durante siglos: su enorme patrimonio. Con suerte, surgen los nombres de Ategua, Cercadilla, Medina Azahara o el templo romano (cuya remodelación acabará probablemente provocando en ciudad y ciudadanía el efecto contrario al buscado), pero nunca de Córdoba como yacimiento en su conjunto, y ahí está la clave. Seguimos sin entender que todos esos nombres fueron algún día subsidiarios de la ciudad que reinó durante siglos en el valle medio del Guadalquivir, o representan sólo diez minutos (metafóricamente hablando) de una historia que abarca milenios. Retomo, pues, el curso reclamando por enésima vez un plan integral de actuación sobre Córdoba como yacimiento único en el tiempo y en el espacio que preste atención a sus bienes de interés cultural ya existentes, necesitados sin duda de gestión y de promoción, pero también a la investigación sostenida y la enorme problemática que representa la pérdida de documentación y de tejido patrimonial de estos últimos años; a la carencia de un discurso histórico-arqueológico único que permita ofrecer a ciudadanos y visitantes una lectura diacrónica de las muchas Córdobas que han sido; al abandono de los escasos restos conservados en parkings y sótanos, sin señalización ni accesos; al error reiterado a la hora de focalizar la actuación en determinados puntos, vendidos como la quintaesencia del ser cordobés cuando el resto de la ciudad languidece a la espera de que quienes deben hacerlo asuman que hablamos de un todo, que la historia de Córdoba no se puede entender sin aceptar previamente que tan importantes son Medina Azahara como Saqundah, el templo romano como el anfiteatro, la Mezquita-Catedral como Cercadilla, la vía Augusta como las murallas del Marrubial; a la evidencia contundente, incontestable y sin embargo rehuida, de que la arqueología es mucho más que turismo.

El turismo se ha volcado sobre Córdoba como consecuencia, entre otras razones, de la inestabilidad y el miedo que gobiernan el Mediterráneo. Sin embargo, será pan para hoy y hambre para mañana si no aprovechamos el tirón para elaborar un modelo sostenible y de calidad que integre en lugar de excluir, que ofrezca al mundo los mil y un aspectos que esta ciudad milenaria y cuajada de matices atesora, y lo haga con la ayuda y colaboración de los ciudadanos, no en contra de ellos; algo para lo que son imprescindibles campañas de formación, rentabilización de recursos, decisiones conjuntas, acierto en las prioridades. Estamos en puertas del 2016, año de infausto recuerdo por lo que simboliza de fiasco, frustración, incapacidad, descoordinación y fracaso, a los que por desgracia estamos tan habituados. Quizás sea el momento de tomar el rábano por las hojas, enmendar el rumbo y dejar de confundir el todo con la parte. Eso sí sería entrar en un mundo nuevo. Lo demás, pura falacia, cuando no, simplemente, errores encadenados.

* Catedrático Arqueología de la UCO