El 20 de abril de 1992 los Reyes de España inauguraban la Exposición Universal de Sevilla. Las ciudades también tienen sus palimpsestos, y un acontecimiento tiende a devorar al anterior, por mucho que se perpetúe en la piedra. La efervescencia de la Expo del 92 podría justificarse por su mayor rango, dado que la del 29 solamente tenía la catalogación de Iberoamericana. Pero ahí quedó la Plaza de España, con el abanico de azulejos de heraldos provinciales que buscábamos en las primeras excursiones con el colegio. Y toda esa recoleta hilera de pabellones de países hispanoamericanos que jalonan la avenida de la Palmera, guiños de un lapso de tiempo suficiente para reconciliarse con la Madre Patria.

Ha pasado un cuarto de siglo, y diríase que nos basta el gentío de Sevilla para pulsar el sentido del mundo. Evoquen aquella primavera radiante y aquella calima del Quicentenario. Nuestra euforia repartía indulgencias plenarias, hasta con la mascota que zozobró en la nao. El penacho de Curro se remojó en el Guadalquivir, y los pulverizadores de la esfera no daban abasto para saciar tanto bochorno y sed de satisfacción. Indurain le aguantaba el tipo a Chiapucci en Sestriere y el pabellón de Mónaco se permitía el estoicismo de una cola babilónica. Ahí estaba el giro del mundo. Porque ETA aún tenía largo recorrido para soltar sus fúnebres aguijonazos, pero nadie presagiaba un paquete bomba intercalado en la traca de fuegos artificiales. Hoy se cumple la profecía de que los fines de siglo se hacen entrañablemente decadentes. También el axioma que comulga los amoríos con la Ley de Vagos y Maleantes: tres son multitud. Lo vimos en la Madrugá, no para demostrar el efecto Mariposa, pero sí para constatar que un simple suspiro puede provocar una estampida.

El mundo está tentado a reinterpretar la Paz Armada, a calcar a aquellos Jerarcas de baja estofa que fanfarroneaban con sus egos. Con el nuevo milenio, desconfiábamos del Final de la Historia, pero entre sus caprichosos bucles no esperábamos estas rijas del Pacto de Varsovia, ni tanto autócrata suelto, ni ese empacho de nacionalismos descascarillados de su pátina romántica. El Guernica cumple 80 años y su anunciación se hace presente en la ignominiosa metralla de un suicida. La Guerra Civil española fue un laboratorio de lo que vino después en todo el orbe, como hoy es Siria un funesto experimento táctico.

La Expo fue una deshollinadora de complejos; una oportunidad, recelosa para las regiones pujantes pero políticamente correcta, para mostrar que el Sur también existe. Hace tiempo que dejamos de gestionar la euforia, desencantados por una corrupción más perenne que una misa perpetua. Quiere siempre el pasado aliviarse de sus pecados, intentando redimir la hipocresía de Sbrenica y todos los Balcanes, que desmitifican un tiempo feliz. Pero hoy, como hace 25 años, España se ha convertido en un valor refugio. Muchos extranjeros descubrieron en el Palenque la expresión gloriosa de la bulla. Y hoy, esa expansión de la calle, atrofiada y a cuenta gotas, cuenta por ahora en España con la inoculación de unos amagos de pánico. Por ahora.

* Abogado