A buen seguro, la mayoría de los ciudadanos a los que se preguntase por las diferencias entre una biblioteca y una sala de estudio respondería diciendo que se trata de la misma cosa. Cualquier profesional podría entonces ponerse estupendo y desplegar un completo arsenal de manifiestos de la Unesco, normativas internacionales y legislación de diverso ámbito con el que dejaría firmemente demostradas las diferencias entre biblioteca y sala de estudio. No quisiera yo hacer perder el tiempo a nadie con minucias tecnicistas, pero les aseguro que no es éste el caso. Hablamos de servicios públicos y reclamamos a las instituciones una mayor inversión en unos u otros; deberíamos saber con precisión qué pedimos. ¿Es lo mismo pedir bibliotecas que salas de estudio? ¿Se pueden argumentar deficiencias en las bibliotecas cuando lo que se reclama son más salas de estudio? ¿No están las bibliotecas para ir a estudiar? ¿Hay o no diferencias entre salas de estudio y bibliotecas? Pues depende de cómo se mire. Miremos.

Cuando una biblioteca se limita a estar ahí, como un equipamiento pasivo, tiene todas las probabilidades de acabar como una mera sala de estudio. Pero eso no es una biblioteca pública. Afortunadamente ya no es necesario viajar al norte de Europa ni de la Península para ver en funcionamiento una biblioteca pública de nuestros días. En ciudades cercanas, en municipios de nuestra misma provincia tenemos ejemplos de cómo la biblioteca puede convertirse en el corazón de una comunidad y de cuál puede ser su papel en la formación de ciudadanos con plena capacidad de participación en la vida democrática en tanto tienen garantizado el acceso a la lectura y la información. Quizá no se comprenda al primer vistazo, pero puede intuirse cuando al entrar a la biblioteca se ve a los más pequeños, a los que aún no saben leer, sentados junto a sus padres o madres mostrándoles las imágenes de un libro; o a los que son algo mayores y que por un rato han dejado la playstation para sentarse informalmente a ojear o leer un libro por el puro placer de hacerlo; o cuando una decena de personas está asistiendo a la reunión semanal del club de lectura en la que se puede hablar de libros, de historias, de la vida misma y pasar un rato de la telerealidad; o cuando vemos a un joven utilizando los ordenadores para redactar su currículo para una oferta de trabajo, junto a la abuela que se comunica con su nieto en América a través del correo electrónico, no lejos del mostrador en el que la bibliotecaria comenta con un usuario el libro que acaba de devolver y le sugiere otras lecturas que podrían interesarle.

Estas son escenas que tienen lugar habitualmente en bibliotecas públicas que funcionan como tal y, desde luego, se podrían añadir muchas más: presentaciones de libros, talleres, visitas de grupos escolares, proyecciones de películas, cuentacuentos... Las bibliotecas públicas pueden ser --lo son ya en la mayor parte de los casos-- verdaderos espacios de convivencia donde, alrededor de la lectura, la información y el ocio creativo pueden encontrarse personas de toda edad, condición social o nivel de formación. Todo esto requiere de unas instalaciones y unos recursos documentales que forman parte de la definición clásica de biblioteca ("conjunto ordenado de libros"), pero que de nada sirve sin los profesionales, sin duda el factor más costoso, pero también el esencial para que la biblioteca pase de ser un equipamiento pasivo a un centro vivo al servicio de su comunidad.

En contraste con la dinámica cultural descrita se encuentra la sala de estudio. La actividad de estudiar es altamente excluyente y en nada compatible con las actividades propias de una biblioteca pública, que debe tener como misión dar servicio a todos los miembros de la comunidad. En Córdoba ya tenemos experiencias que han dejado bien patente que bibliotecas y salas de estudio no sólo no son la misma cosa sino que se han revelado como incompatibles. Durante 8 años se implantó una sala de estudio de 24 horas en una biblioteca de barrio, cercana al campus de Menéndez Pidal , precisamente la zona de la ciudad con mayor concentración entonces de instalaciones universitarias. Como resultado, sin entrar ahora a analizar otros problemas de convivencia, fue que el barrio quedó con los peores indicadores de lectura de toda la ciudad: cinco veces menos socios por habitante y seis veces menos préstamos por habitante con respecto a las medias de la ciudad. En otras palabras, en aquel momento nos gastamos el presupuesto público en dotar de fondos bibliográficos y personal a una biblioteca para condenarla a actuar como mera sala de estudio, finalidad para la que, prácticamente, no se necesita otra cosa que mesas y sillas.

Son estas cuestiones y no, desde luego, nada que tenga que ver con la pedantería ni el tecnicismo, las que reclaman que seamos precisos y distingamos claramente entre biblioteca y sala de estudio cuando hablemos de necesidades para la ciudad.

Sobre las carencias reales de instalaciones para estudiar y sobre las preferencias de hacerlo con nocturnidad, podríamos hablar otro día, siempre que este periódico considere oportuno ceder su espacio para ello.

* Del Servicio Municipal de Bibliotecas