Cada final de temporada le arrancan un pedazo de corazón al aficionado al fútbol. Se encariña durante las tardes de bufanda y camiseta de su equipo con los futbolistas a los que sigue por todos los céspedes y graderíos de España y cuando el verano abre la veda del descanso los guerreros profesionales de la cancha pasan de soldados que pelean en beneficio de sus propios colores a mercenarios, que venden sus servicios al mejor postor. Los aficionados maduros, que empiezan a aprender que el mundo no es como lo soñaron, han recubierto sus sentimientos de un barniz que les amortigua el dolor de las despedidas cada temporada. Pero los más jóvenes, esos muchachos que jalean a sus ídolos con cánticos y consignas que van más allá del resultado de esa tarde, deben sentirse burlados y heridos al ver cómo esos delanteros que driblaban al equipo contrario y enardecían el graderío son capaces de pegar con facilidad y sin lágrimas otro escudo encima de aquel al que, señalándolo con el índice, comían a besos. Uli Dávila, por ejemplo, el ariete mexicano que marcara el gol del delirio en Las Palmas, convertido ya en historia enmarcada, quiere quedarse en Córdoba; pero parece ser que todo depende del dinero para que vea la Mezquita todos los días mientras entrena y no se vaya al Chelsea. Ya sabemos que el fútbol es negocio y venta de camisetas. Pero tiene la capacidad, por encima de quienes lo dirigen, de convertir un juego en pasión, que puede llegar a ser un estímulo y un desahogo puntual, o, peligrosamente, degenerar en adormidera.

Todos los niños de una época han coleccionado álbumes o incluso fotos de mesa donde cobraban vida los futbolistas que en esa temporada recorrían los estadios españoles en tardes de domingo radiadas de minuto y resultado. Tiempos en los que era posible aprenderse de carrerilla los nombres de Reina (o Benegas), Simonet, Mingorance, López; Carmelo, Orúe, Garay, Canito; Alonso, Marquitos, Santamaría, Lesmes, Santisteban, Zárraga, Kopa, Rial, Di Stefano, Puskas y Gento; o Ramallets, Olivella, Rodri, Gracia, Verges, Gensana, Kubala, Evaristo, Kocsis, Suárez y Czibor. Se supone que el fútbol ha tenido siempre su lado mercenario, al menos desde que se convirtiera en algo más que una liguilla que levantaba una copa al final de temporada. Pero todo transcurría tan lento que una misma formación duraba el tiempo preciso para encariñarte con su portero, defensas, medios y delanteros. El vértigo de los fichajes de ahora ha roto aquella magia del fútbol que perduraba en nuestra memoria varias temporadas: ya no da tiempo ni de aprenderse una alineación.