Quién podría haber previsto que un puñado de novelas íntimas, solo 6, en las que en apariencia no ocurre casi nada y cuyo ámbito físico traspasa el umbral de la puerta de la casa seguirían siendo leídas y admiradas dos siglos más tarde? El mundo de Austen (Steventon, Inglaterra, 1775 - Winchester, 1817) evoca un universo literario completo y personal de la misma manera que lo hace Shakespeare. La comparativa quizá sea atrevida, pero ambos, con una vida privada de la que apenas se sabe nada, han superado la prueba del tiempo gracias a la rara habilidad de conectar con la sensibilidad contemporánea. Miss Austen ha dado incluso un paso más allá, convirtiéndose en una industria cultural, icono pop, una fábrica inspiradora de novelas para chicas, series de la BBC, películas, blogs de seguidoras enfervorecidas e incluso películas de zombies. ¿Eso es bueno o es malo? Depende.

Es sabido que la gran cualidad de todo clásico que se precie es que pasados los siglos te permite la lectura que más se ajuste a tu época. Bien lo sabe Shakespeare, cuyo Macbeth ha sido convertido en un gánster piojoso o en un fiero samurai japonés y, vaya, ha funcionado mejor que con ropajes cronológicamente más exactos. En el caso de la autora de Orgullo y prejuicio pronto asalta la duda ante tanto sentimiento y tanto frufrú. ¿Eso es Austen? ¿Es posible que alguien la haya comprendido mal? Cada uno tiene su interpretación. Están quienes la han convertido en una especie de creadora de manual de emociones femeninas, una pionera de la chick lit (o Bridget Jones a la caza de marido, para entendernos).

Pero también, su contrafigura, esos sufridos hombres, algunos, que se han visto en la obligación de acompañar a sus parejas al cine para enfrentarse a películas en las que lo único que se ha respetado son los bonitos vestidos estilo imperio. Porque hay muchas razones para amar la literatura de Austen, pero también para odiar esa inacción femenina y doméstica, que hoy resulta difícil de comprender, ese mundo desprovisto de sexo y cargado de palabras. ¿Cuál sería la razón de que grandes mandarines culturales, hombres por supuesto, autoconscientes de su valía como Harold Bloom o Javier Marías -recuerden sus bendiciones a las letras femeninas a costa de Gloria Fuertes- la coloquen en lo alto del canon literario? Quizá se trate, ya se ha dicho, de que hay que leerla. Y hacerlo con atención. Eso le ocurrió a otro gran escritor de tanto músculo literario como Nabokov. Se puso a leerla. Al autor le invitaron a dar un curso de literatura europea en la universidad norteamericana de Cornell ante un auditorio de jovencitas y preguntó a su amigo el crítico Edmund Wilson qué dos autores europeos le parecían fundamentales para el curso. La respuesta fue Dickens, y naturalmente, Austen. Nabokov la conocía, pero confesó tener «prejuicios contra las escritoras». Entonces esto se podía decir sin avergonzarse. La novela elegida fue Mansfield Park, una de las más complejas. Nabokov se puso a leer, desmontó la novela con su habitual paciencia y empezó a disfrutar mientras ponía el foco en lo que él solía llamar los «benditos detalles», eso que constituye el estilo austeniano por excelencia y que tantas alegrías da en su relectura. La vivacidad, la ironía, la ligereza que desvela una mirada sin misericordia dentro de una aparente formalidad. Y eso nos lleva a otra de las características de Austen.

Lo dice el crítico inglés Henry Hitchings. Para comprender a Austen hay que darse cuenta de «para decirlo sin rodeos, ella cree que la gente es... gilipollas». Exagera, pero es cierto que hay una gran carga de malicia en la mirada de la autora, no perdona siquera a sus protagonistas que suelen equivocarse mucho para aprender de sus errores. Hay autores que están de acuerdo con lo que se ha llamado el «odio controlado de Jane», una visión negativa de las personas solo atenuada por las convenciones sociales del momento.

Esto hay que decirlo alto y claro. Por más que los editores se empeñen en poner portadas hiperfemeninas o encuadernaciones con lacitos, Austen NO es romántica. Un superventas como William Somerset Maugham observó que «tenía demasiado sentido común y demasiado humor para ser romántica». Confunde porque el terreno en que se mueve es el doméstico, el de mujeres en busca de marido, el que ella conocía a la perfección. No hay que olvidar que mientras pone a sus protagonistas en la tesitura de elegir el marido más adecuado, ella permanecía soltera, escribiendo, sin habitación propia, en el salón de la casa familiar rodeada de los bulliciosos sobrinos que fueron trayendo al mundo sus cuñadas. Austen dibuja ese universo doméstico con la misma minuciosidad que Dickens pero a escala menor. Y no es romántica porque es inquisitiva y descriptiva (lo que la hace muy moderna) pero no hay en sus novelas el menor desgarro pasional o voluntaria mirada poética. Lo que interesa a Austen es observar los crueles artificios de la sociedad, nada de espacios abiertos ni dramáticos páramos, el choque no se realiza con las armas sino por una vivísima conversación, cargada de sutiles malignidades sociales. Y de todos los artificios, ninguno más seminal que el dinero que, en el siglo XVIII como en el XXI, mueve el mundo. No puede escribirse un artículo sobre la escritora sin aludir al famoso principio de Orgullo y prejuicio: «Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa». Ahí concentrado como un caldo está toda Austen.

Para quienes estén pensando en leerla, Orgullo y prejuicio es la favorita de las lectoras junto con Emma. La abadía de Northanger retrata un Quijote con faldas. La más melancólica es Persuasión, dicen que porque fue la última. Pero no, en Sanditon, que quedó inacabada, regresa la Jane maliciosa a contar a los lectores del futuro lo entretenidas que pueden ser las vidas minúsculas. Hay que leer toda Austen.