NACE EN POZOBLANCO (1937).

TRAYECTORIA ARCHIVERO DIOCESANO Y CRONISTA OFICIAL DE POZOBLANCO, ACABA DE SER NOMBRADO CAPELLAN DEL PAPA.

El sacerdote Manuel Moreno Valero, responsable del archivo diocesano, acaba de ser nombrado por el Vaticano capellán de Su Santidad, única distinción que queda tras la abolición de títulos que el Papa Francisco hizo el pasado enero. Con este reconocimiento, ante el que se siente "agradecido, aunque como Jesús nos enseñó 'soy un siervo inútil', he hecho lo que tenía que hacer", se reconoce a este cura que dice estar encantado de serlo una labor de más de cincuenta años en los que se ha movido entre sus dos vocaciones: el servicio pastoral y la investigación. Y siempre con su pueblo, Pozoblanco, como escenario emocional de toda una vida, sobre la que hoy echa la vista atrás.

--Desde tiempos de Infantes Florido viene ocupando cargos en la diócesis, como delegado de capellanías y secretario canciller. ¿Se ha sentido querido por los obispos?

--Para un cristiano es imprescindible vivir en comunión con el obispo, que tiene el ministerio apostólico. Mucho más para un sacerdote que no puede ir a su aire sino al unísono con su obispo. Este se hace más efectivo y afectivo por la cercanía física. Me siento muy querido por los últimos obispos. Infantes Florido me mostró mucho cariño personal, y lo mismo don Javier Martínez, que le sucedió, y don Juan José Asenjo, que me nombró secretario canciller general del Obispado, y don Demetrio, que me ha hecho archivero diocesano.

--Un cargo que, en su faceta de investigador, le viene como anillo al dedo.

--En el archivo he estado desde siempre, pero ahora con nombramiento. Me satisface estar al frente de un archivo que por sus fondos es de los más importantes de España. Alberga documentación desde el siglo XVI a nuestros días, por lo general bien conservada. Hay 33.000 cajas, cada una con unos 200 folios. Está muy avanzada la informatización y hemos iniciado la digitalización. Nos estamos planteando un futuro traslado que permitiera su ampliación, sobre el solar contiguo a la Biblioteca Pública, en la esquina de la calle Amador de los Ríos.

--¿Qué fue antes, la vocación religiosa o la investigadora?

--Quizá fueron juntas. En el Seminario lo que más me gustaba era meterme durante los recreos en la biblioteca y abrir libros viejos. Entonces estaba recién abierta en un pabellón que hicieron nuevo, porque éramos muchos los seminaristas. Con 14 años empecé a escribir en la prensa de mi pueblo, Pozoblanco, sin pedir permiso a nadie. Y como las cartas que se escribían y que se recibían iban abiertas, mandaba de tapadillo mis colaboraciones para El cronista del Valle en la talega de la ropa para lavar, firmando Morval, pseudónimo que venía de Moreno Valero. El caso es que yo creía que no se había enterado nadie, pero un día el rector me dijo que lo sabía.

--Se ha especializado en historia local, sobre todo la de su pueblo. ¿Es para hacer patria?

--Yo adopté desde muy temprano una frase de los Alvarez Quintero en El genio alegre que decía: "El amor al pueblo es un reflejo del amor a Dios". Eso me sirvió para dar casi una sacralidad al estudio de las cosas de mi pueblo. Juan Ocaña, que era el santón de los escritores de Los Pedroches, me dijo: "Pozoblanco está ayuno de historia, tienes que hacerla tú". Eso me animó y ya llevo escritos 25 libros, artículos, pregones... Soy un cantor de todo lo positivo de mi pueblo.

Pozoblanco correspondió a su entrega nombrándolo, hace ya más de tres décadas, su cronista oficial, como recuerda sin disimular su satisfacción esta tarde en que conversamos en el salón de su piso --que comparte con sus hermanas--, cercano al Vial Norte y, por tanto, a su parroquia de Nuestra Señora de Araceli. "Me nombró una corporación socialista, yo me lo tomé a pecho y todos los años aporto a las reuniones de la asociación provincial, de la que he sido secretario, una comunicación sobre mi pueblo --dice--. También hablo de él en la Academia de Córdoba, a la que pertenezco desde 1979".

--¿Se parece el Pozoblanco actual al de su juventud?

--Ha evolucionado mucho, como todos los pueblos. Pero aquellos tiempos yo los asocio con el hambre. Llevaban camiones de naranjas sentías , un poco podridas, y había colas para unas simples sardinas, a las que les sacaban la grasa para aprovecharla aparte. Yo he visto a la gente junto a la fábrica de los Muñoz, una fábrica de hilados muy grande, aprovechar los residuos porque con ellos hacían jabón.

--¿Cómo son sus paisanos?

--Son gente noble y de palabra, gente marcada por el aislamiento que han tenido. En la Edad Media el camino más corto de Córdoba a Toledo era atravesando Los Pedroches y eso les dio prestancia, pero desde que se trazó la autovía Madrid-Cádiz a través de Despeñaperros, y no el puerto del Mochuelo como antes, la comarca se quedó apartada. Y al ser un pueblo agrícola y ganadero, siempre pendiente de la climatología, ahorra frente a un posible revés. La parte positiva ha sido que todas las costumbres se han conservado.

--¿Tuvo una infancia feliz?

--Sí, gracias a Dios he tenido una familia estupenda. Mi padre, de carácter serio, era un gran forjador de herraduras, apreciaban sus trabajos incluso fuera de Los Pedroches. Mi madre era muy inteligente, a mí me incultó el afán por la cultura. Heredó de su padre la afición al saber y a la lectura. Con 85 años leía diariamente la prensa. Mis padres eran personas sencillas que se esforzaron por mantener a ocho hijos (yo soy el tercero). El mayor murió siendo muy pequeño.

--Y usted estuvo también a punto de morir, ¿no?

--En mi casa decían que llegué a tener el ataúd hecho. Me vieron muchos médicos, hasta que uno que fue a casa a visitar a mi madre cuando yo tenía siete años me mandó a Madrid para que me viera el doctor Partearroyo. Detectó que tenía broncoestasia en el pulmón derecho. Me pusieron una inyección hecha con mi misma expectoración y empecé a vivir, aunque el médico Saint-Gerons, que pasaba revisión a los seminaristas, se asustó al ver mi radiografía. Pero aquí me tienes, cumplidos 52 años de cura, cuando compañeros míos muy deportistas se fueron en plena juventud.

Este hombre alto, sonriente y dotado de una excelente memoria fue un niño de la guerra, muy cruenta en todo el norte de la provincia, aunque él, nacido en mitad de la contienda, no guarda de ella más recuerdos que los oídos. "Los nacionales tomaron Pozoblanco el 18 de julio del 38, pero el 15 de agosto entraron avasallando los de la Morra, un paraje pozoalbense donde se habían refugiado los rojos --apunta--. Y mi padre, que como forjador había ayudado a la derecha a hacer un camión blindado, tuvo que esconderse en una zahurda hasta que un cuñado que era del comité comunista lo tranquilizó diciéndole que tendrían que pasar por su cadáver antes de que le pasara algo". Aún así se fueron a Puertoyano, pues la casa familiar, en la calle Muñoz de Sepúlveda, fue destruida por una bomba.

--Y luego vino la postguerra, que fue casi peor.

--Pasamos muchas estrecheces. Y también marcó mucho al pueblo lo que llamábamos los hombres de la Sierra, la guerrilla. Hubo maquis famosos como el Caraquemá, el Peque y el Castaño. Recuerdo que un domingo 7 de agosto que estaba yo cazando con mi padre llevaron muerto al Caraquemá, que decían que se había suicidado en la huerta del palacio de El Pardo. Cuando mataban a un maquis lo ponían en el cementerio y la gente iba como en procesión a verlo para cerciorarse de que estaba muerto, porque habían cometido muchos crímenes y la gente tenía miedo.

--Yo entrevisté a Manuela Cabezas, una antigua guerrillera de Villanueva de Córdoba conocida por La Parrillera, y según su versión los que pasaron auténtico terror por la persecución y el linchamiento al que los sometieron fueron ellos.

--Claro, es que son dos versiones tan distintas... La guerra te la cuentan de una manera y de otra y uno se pregunta cómo pueden ser tan diametralmente opuestas las versiones. Yo creo que muchas cosas que se cuentan no pueden ser verdad. ¿Pues no se dijo que Manolete entrenaba matando a presos de la cárcel? ¿Y todo lo que se cuenta del rejoneador Antonio Cañero? No, no puede ser verdad.

--¿Recuerda a sus maestros?

--Mi primer maestro era un borrachín, solía estar fuera de sí por culpa del alcohol y martirizaba a los alumnos tirándoles de las orejas. A quien llamé siempre mi maestro fue a Alfonso el Canina , que sufrió la depuración de la dictadura tras la Guerra Civil. Tenía una escuela particular y siempre me trató con un cariño enorme, y más cuando me fui al Seminario.

--¿Y fue ese hombre de izquierdas quien animó su vocación sacerdotal?

--No, aunque era un hombre excepcional. Yo procedo de una familia muy cristiana. Mi madre era de misa diaria al alba, y mi padre soñaba con verme con sotana y la coronilla. Mi vocación se despertó en el Colegio Salesiano, cuando preparábamos los cantos de la primera misa de don José Alba Montesinos. Le dije al director que quería ser sacerdote y me acusó de traidor por no querer ser salesiano. Luego me explicó que la vocación es una flor delicada que hay que cuidar con esmero.

Llegó al Seminario de Córdoba en 1950 imponiéndose a muchos aspirantes que se quedaron sin plaza, en una época en que para muchos --con más o menos inquietudes espirituales-- la formación religiosa era una manera de escapar a un destino oscuro de pueblo. No era su caso, asegura Manuel Moreno, que llegó "ilusionado, aunque sin grandes expectativas". "Nuestro equipaje se componía de un colchón, mantas, dos juegos de sábanas y varias mudas --recuerda--. Me acompañó mi madre, que me hizo aquel día la cama. Luego la hice yo durante doce años".

--¿Era dura la vida allí?

--Yo no la veía dura, aunque escaseaba la comida. Y el regalo de Navidad a lo mejor era una pastilla de jabón que había regalado el empresario Baldomero Moreno. Pero siempre he considerado un honor tener la formación de los jesuitas. Tengo especial recuerdo del padre Fornoví Orozco, llegado desde Bélgica, que era muy inteligente y con un aire renovador. Nos animó a leer y a no quedarnos en la sacristía sino tratar de influir en las entrañas de la sociedad en la que nos colocara el destino.

--¿Se ha arrepentido alguna vez de haber pasado toda su juventud encerrado en el Seminario?

--Alguna vez, mirando por la ventana el Puente Viejo (se refiere al Romano) me hice esta reflexión: "Yo no estaría aquí ni una hora más si no soñara con ser sacerdote". Y jamás hasta hoy el Señor me ha permitido dudar de mi sacerdocio. Mira que he tenido amigos que se han caído al lado, que han colgado la sotana, y que hasta he recibido improperios por mantenerme firme. Creo que el celibato es un don de Dios y me ha hecho feliz, lo que no quiere decir que no haya tenido caídas de pureza.

--¿Qué Córdoba se encontró a su llegada de Pozoblanco?

--En el aspecto físico la Córdoba que me encontré sería lo que queda si le quitamos los barrios de Fátima, La Ladera, Sector Sur, Ciudad Jardín, Parque Figueroa y Arroyo el Moro. Vi hacer el puente de San Rafael, que dio origen a la avenida más amplia de la ciudad. En lo cultural, no existía nada más que la sala municipal de exposiciones, donde hoy está Zahira. La única librería existente era la de Luque, regentada por los hermanos Rogelio y Antonio Luque. Respecto a sanidad, solo se disponía del Hospital de Agudos, hoy Facultad de Filosofía.

Tras ser ordenado sacerdote en 1962, aquel joven lleno de buenos propósitos inició un periplo como cura de aldea que lo llevaría como coadjutor a Posadas, donde implantó la Juventud Obrera Católica. Ya como párroco fue destinado a Azuel, aldea de Cardeña en la que adaptó el templo a las normas litúrgicas impuestas por el Concilio Vaticano II y compartió con sus feligreses el desgarro que ellos vivían con la emigración. Y por fin llegó a Obejo, donde mantuvo un club juvenil y fundó una academia en la que estudiaron el Bachiller quienes no tenían medios para hacerlo en la capital. "En Obejo se dio la primera misa en sábado de la provincia --dice--. Planteé al obispo Fernández Conde que el fútbol del domingo nos hacía la competencia y me lo autorizó".

--A Córdoba vino en 1971, pero al frente de una parroquia fantasma.

--Ah, sí, no había nada. El obispo Cirarda hace una reestructuración de la parroquias, creando algunas nuevas, y me asigna la de Nuestra Señora de Araceli, cercana a la estación, que no tenía templo. Fue difícil la negociación del local, porque Cirarda era muy suyo. Aquí decían, aunque no creo que fuera verdad, que vendía cosas para darle dinero a la ETA; lo que sí es verdad es que intentó vender el Seminario de San Pelagio a Rumasa, que quería hacer un hotel, y le paró los pies el Consejo Presbiteral, donde yo estaba. Al final se consiguió un almacén de El Aguilar en los bajos de un edificio de la calle Angel Ganivet.

--Como pastor de almas, entre sus ovejas había algunas descarriadas, las prostitutas de Cercadillas, para las que montó talleres de costura, ¿no?

--Sí, se presentaron dos religiosas para proponerme de parte de Cáritas un proyecto sobre la mujer prostituida. Contra la voluntad de algunos (me insultaban en las vallas y me ponían silicona en la cerradura) montamos un taller para enseñarles a coser y bordar y a sus niños los traíamos a la sacristía y se les daba clase. Por desgracia me tocó enterrar a más de una por culpa de las drogas.

--¿Qué le queda por hacer?

--Muchísimo. No metas grandes, sino salir, salir. Escuchar a las personas y expresarles cercanía. Descubro que así la gente te abre el corazón.