"El campanilleo navideño habitual, paz y amor bajo la fluorescencia del neón, últimas rebajas. Tras ochenta y cinco navidades, esta edulcorada parafernalia se me antoja grotesca, sin valor y sin sentido". Estas rotundas palabras de Sándor Marai me han acompañado en las últimas semanas como un estribillo que luchase contra el mira como beben los peces en el río, como si trataran de borrar los ripios que me han llegado a través del móvil, como si fueran una clave secreta que emergiera entre los bigotes de los langostinos que no he querido probar. Las palabras de Marai, escritas en ese momento en el que la vida pesa más por lo que resta que por lo que promete, han sido una linterna que ha impedido que me pierda por la ciudad inhóspita, invadida por marionetas con visa y por escaparates que prometen paraísos de papel. Como cada año cuando llega diciembre he intentado, sin mucho éxito, escapar. Despojarme del uniforme que me hace idéntico, aún con el riesgo de quedarme a solas en mi isla. Como un Robinson amenazado por piratas y tiburones. Con la cobardía del que no tiene fuerzas para luchar contra la masa que anula el color de sus ojos, el acento de su voz, incluso las huellas de unos dedos que no se atreve a poner en las llagas que sangran.

Diciembre, como todos los tiempos prostituidos por los rituales, ha vuelto a poner sobre el escenario los mismos decorados, el mismo guión, las mismas figuras de un belén heredado. Como si las hojas del calendario no hubieran caído y nos obligaran a repetir una y mil veces la misma sonrisa postiza, el mismo brindis, el mismo abrazo que nuestro cuerpo da obedeciendo más al cerebro que al corazón. El final del año ha vuelto a demostrarme que la Navidad es un tiempo reaccionario, que pretende mantenernos estáticos, con los pies hundidos en el fango de la tradición, que nos trata como si aún fuéramos niños y necesitáramos de su cobijo empalagoso para protegernos del mundo de los adultos. Ese mundo en el que la familia es como un útero en el que es posible compartir mariscos mientras que la Jesulina canta villancicos en Canal Sur. Un refugio venenosamente acogedor que comete el gran error de alzarse sobre la falsa idea de que sus miembros son siempre iguales y de que ellos pasan por la vida pero no la vida por ellos. Como si en vez de humanos fueran las figuritas del belén, estúpidamente iguales por los siglos de los siglos, con la misma sonrisa idiota con la que parecen reír el chiste machista de algún cuñado o tolerar los gritos de tanto niño educado en la equivalencia del adjetivo "mágico" y del verbo "tener".

He leído justo antes de Navidad los últimos diarios que Marai vomitó entre 1984 y 1989, cuando no le temía tanto a la muerte como al morir. Su prosa desgarradora ha vuelto a ser un espejo que me ha devuelto mi rostro. En él he redescubierto la terrible paradoja de la que somos prisioneros: la vida es fugaz y precisamente en esa fugacidad reside su belleza. Esa es la lección que una vez más me ha salvado del suicidio al que me invitaban los abetos de plástico. Ha sido ella la que me ha despertado al comprobar que mi rostro y el de los demás tenían más arrugas que hace un año. Me he dado cuenta de que la gran trampa de la Navidad es hacernos creer que el tiempo es siempre el mismo y que los sentimientos pueden ser eternos. Me he vuelto a convencer de que no puedo malgastar mi vida en un lago de aguas quietas y he asumido que mientras que la Navidad, mi familia o mi pueblo pretenden seguir siendo los mismos, yo cada año soy otro porque no he querido dejar de crecer. Por eso he entendido que Marai se quitara la vida cuando los días ya no le permitieron seguir volando. Con él he asumido que el derecho a morir forma parte de la vida y que ésta solo tiene sentido mientras que, escapando de la miel que paraliza nuestros pies, seguimos buscando la rama más alta del árbol. Lo demás es solo ir muriendo al arrullo de los peces en el río.

* Profesor de Derecho Constitucional