Hoy es más fácil escribir y puede que una columna hasta se me quede corta.

A todo el mundo le sorprende que esta noche juegue el Córdoba y todos me consuelan. Qué fastidio, ¿no? Pues no, no es un fastidio. Todo lo contrario. No hay mejor día ni mejor hora para calibrar el grado de interés que suscita este equipo.

Pondré a prueba a los más fieles.

La comida de empresa se retrasa hasta juntarse con la merienda. Entre postres, copas, vídeos de jubilación, viajes con alforjas y lágrimas no se percibe el cambio de la luz a la noche. Con la noche llegan los discursos y entre tanto alboroto y aplauso surge una voz que pide silencio. Y en el silencio esa voz ronca comienza a entonar el himno del Córdoba. De las 57 personas que hay en el salón solo dos le siguen. Son los mismos amigos que cada quince días se reúnen en El Arcángel pero que hoy solo llegan al segundo tiempo.

-- Esta vez ha habido menos aburrimiento, eh.

-- Sí, la expulsión de Deivid ha sido demasiado rigurosa, pero bueno, terminamos el año en ascenso directo.

Consigo enganchar a la gente a un lugar céntrico donde puedan seguir bebiendo y a la vez donde den el Córdoba. Lo tengo fácil porque en el grupo hay un fanático que no se pierde ni un amistoso de pretemporada y él mismo lo propone. Se entera del primer gol antes que yo, mientras pedimos en la barra. No suelta el móvil.

La tele es grande pero está en silencio, así que si no miramos, no nos enteramos de nada. Es un lugar demasiado moderno para ver un partido. Además, hay que estar de pie, por el bullicio. Las chicas se salen a la terraza. Ya van 2--1 y ni me he enterado con tanto cambio de sitio. Pero él sigue informado. No sé cómo mira tanto el móvil, pero no quiero que me radie el partido vía Twitter.

-- Vámonos a un sitio más tranquilo.

Se pide otra copa.

No me lo creo. Nunca bebe y nunca se pierde un partido del Córdoba. ¿Hoy todo al revés? Me deja solo. Busco un refugio, ese bar en el que sé que nunca habrá nadie. Ahora solo quiero tranquilidad.

La encuentro. Doce mesas vacías en dos hileras y un amigo en la barra. Pedimos ocho pinchitos y tiramos de algunos tópicos.

-- No parece que esté con diez.

-- Qué orgullo.

-- Este equipo tiene alma.

-- Empatamos seguro.

Entran dos chicos con chaqueta. Peligro. Se acercan a la barra y preguntan si está todo listo. El camarero, un hombre anciano cuyo tono parece desvanecerse en cada palabra, asiente. A los cinco minutos 40 personas, sí 40, entre 20 y 23 años invaden el local hablando a gritos. Yo resoplo, el camarero lo nota y trata de mandarlos callar, pese a que son 40 contra uno. Pero no puede con ellos y quita el volumen del televisor.

Sería muy fácil desconectar, como hice la semana pasada, pero en la barra seguimos concentrados y, de repente, ocurren dos cosas extrañas.

La primera, que ya estamos en el minuto 80.

La segunda, que la horda de adolescentes empieza a girar sus cabezas hacia el partido.

Hay una tercera, de la que me doy cuenta volviendo a casa, y es que hemos hablado más del partido que del maravilloso viaje que nos espera mañana.