A veces es mejor cerrar los ojos y no ver nada de lo que pasa a tu alrededor. Ni escuchar tantas tonterías. Si no ves, no sientes. Si no miras ni enciendes el móvil, eres más feliz. Cuando algo se tuerce puedes cerrar los ojos y dejar pasar el tiempo; al abrirlos, quizá el problema ya se haya esfumado. Pero es importante vencer a la tentación. No encender nada.

Yo de chico lo hacía mucho. Pasaba los domingos con la radio puesta, convenciéndome de que terminaría las tareas de matemáticas cuando acabaran los partidos de las cinco. Me gustaba escuchar la radio, pero cuando le marcaban un gol a mi equipo la apagaba y me iba a la calle. No recuerdo qué hacía, si jugar con mis amigos o pasear --quizá fuera muy chico para pasear--. Sé que esperaba hasta que sabía con certeza que el partido había finalizado. Entonces volvía a subir, con la esperanza de que algo hubiera cambiado.

Encendía la televisión, ponía el teletexto y tapaba el resultado. Para darle más emoción. Primero veía el del rival, lo cual era peligroso porque a veces me llevaba un chasco. Pero casi siempre funcionaba. ¡Remontada! Era magia. Me sentía muy poderoso por esa capacidad de cambiar un marcador. Porque estaba convencido de que si me hubiera quedado en casa con la radio encendida nada habría cambiado. Tenía que moverme. Siempre hay que moverse, aunque no sepas adónde ir.

- Tienes que escribir una carta de amor.

No la voy a escribir, aún es pronto.

Anoche no calculé bien. Encendí el ordenador --hace años, o décadas, que no miro el teletexto-- y abrí una web general de fútbol, no Diario CÓRDOBA, porque me parecía demasiado directo encontrarme el titular en la portada, quería algo de emoción y por eso buceé entre resultados de partidos que ni conocía. Me alegré al ver el 0--1 en pequeñito, pero, ¡maldición!, no había terminado.

La pantalla reflejaba un 90+.

Estúpido de mí.

Faltaban minutos, o segundos, pero había podido fastidiar el triunfo con mi inconsciente e irresponsable acto. Le di varias veces a F5, pero el 90+ no desaparecía.

Me fui a la cocina. El arroz se me había pegado. Me vino bien. Mientras le quitaba el almidón y raspaba la olla con detergente puede que estuvieran pasando cosas en Alcorcón, pero yo no me enteraba de nada.

Eché el arroz en la sartén con las setas, lo mezclé y lo probé. Insulso. Una vez más había olvidado la sal.

Esto me llevó otros treinta segundos porque el salero estaba casi vacío y tuve que recargarlo, lo cual no es fácil.

Volví al cuarto con la tranquilidad de saber que el partido ya habría acabado, aunque con la conciencia alterada. No me lo perdonaría. Si por algún casual el Córdoba no había ganado, el único culpable sería yo.