La fotografía te retrata tal y como eres. Por eso hay gente que no quiere verse.

Pedaleando por estas tierras del levante almeriense, recién puesto el último carrete en la cámara, me pregunto si cambiaría mi forma de afrontar el viaje si ya no tuviera fotos que hacer. ¿Qué me atrae más, la gente, la bici, la fotografía? ¿Por qué me llama la atención que una mujer haga pulpo o que un hombre reparta pan en una furgoneta? Quizá haga fotos por una cuestión de memoria, de agradecimiento o de simple placer. Cuando aprieto el disparador me suele entrar un cosquilleo por la nuca.

Llevo dos días sin llenar los botes de agua. Paro en el bar La fragua, todo en penumbra, pasillo estrecho y un par de mesas ocupadas por desayunos y copas de anís. El dueño cojea y su madre, muy mayor ya, sigue sirviendo. Imagino que estará aquí hasta que se muera, que no sabrá estar en otro sitio. Saca una botella de plástico y le digo que no hace falta, que me vale del grifo:

- Si alguien te da agua del grifo, no la cojas ni aunque te estés muriendo de sed.

A la altura de El Pocico, un hombre camina por el arcén de la carretera. Se llama Cristóbal. Viene aquí a ver pasar las motos que van a Sorbas.

- A mí me gusta esto -le digo señalando la aldea.

- Porque no vives aquí.

Seguimos andando en silencio.

- ¿De dónde eres?

- Córdoba.

- Yo estuve una vez, me gustó mucho la Alhambra.

No le corrijo.

- Me gustaría hacerle una foto.

- No quiero fotos ni para el DNI. No soy fotogénico.

Cuando me rechazan una foto tiendo a evadirme, me cuesta provocar el siguiente contacto, me entra un poco de bajón. Me paro en el bar La Plaza, de Lebrín, pido un cola cao, una caña de chocolate y llamo a mi abuela, que siempre se sorprende de los kilómetros que haga, le diga 20 o 100.

- Dale recuerdos a todos mis conocidos -se despide.

- Aquí no tengo, abuela.

- Mejor, menos te molestan.

Las mejores experiencias las pasé en pueblos que no podría recomendar porque a priori no tenían nada ni pasaba nada en ellos. Tres horas y media estuve en El Chive, 76 habitantes, en mitad de una rambla que llevará siglos sin tocar el agua. Por El Chive no se pasa para ir a ningún lado; solo puedes llegar a él si haces por llegar.

- Aquí vivimos en la calle.

Un grupo de mujeres empieza a vacilarme. Una me dice que es la alcaldesa. Al principio me lo creo. Los puestos del mercado empiezan a llenarse. Todas se pasean, aunque no compran en exceso. Al rato llega Luis en su furgoneta a repartir pan. María Teresa insiste en regalarme una barra. Debo dar pena con estas pintas y estas piernecillas.

- Toma una lata de sardinas, una coca cola, y te las tomas en los cortijos.

Timotea añade una manzana y un paquete de galletas.

Me marcho por una pista de tierra paralela a la rambla. Miro a mi alrededor y es tan desolador que vuelvo a preguntarme qué hago comiéndome un bocadillo aquí.

Sorbas me devuelve a la civilización; estoy tentado de hacerle una foto a una mujer que lee una revista en la calle, pero ya no me sale robar fotos, no me sale hacerla sin hablar. Y no tengo más ganas.

Acabo la etapa en Ulelia del Campo, donde me quedo a dormir. Veo a la mujer más triste del mundo. Es la dueña del bar Juan. Tengo que aguantar a un borracho que me dice que no le quite su sitio. Es insoportable, pero yo me puedo ir cuando quiera. Miro a María. Agacha la cabeza. Qué dura es la vida en un bar.

Día de mercado en El Chive: unas vecinas esperan para comprarle a Luis, en su furgoneta, el sábado 3 de noviembre del 2018. Fotos. JOSÉ JUAN LUQUE