Diario Córdoba

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Dolores de Toro García

EL ALEGATO

Lola de Toro

El licenciado Lucientes

Se hizo abogado porque de pequeño, su mamá, para ir al abogado o al médico, se compraba un vestido. Debían de ser esas personas muy importantes si visitarlos obligaba a estrenar como si fuera Domingo de Ramos.

Como era hipocondríaco, descartó ningún juramento Hipocrático, optó por Humanidades y realizó el Juramento que instaurase la Novísima Recopilación en tiempos de Carlos IV. Como él lo hizo bajo la vigencia de la Constitución de 1978 --en la que el abogado es el único profesional independiente que es nombrado--, tuvo que atenerse a las exigencias de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en la que se prevenía que los abogados debían prestar juramento ante los Tribunales de Justicia y efectuarlo ante la Junta de Gobierno de su respectivo Colegio.

Se hizo jurisconsulto, abrió despacho con una placa en la puerta con su nombre y un «Abogado» tan grande como su ilusión, encargó dos centenares de tarjetas de visita y esperó con impaciencia la llegada de sus primeros clientes.

Pasaron los años. No le faltaban pleitos pero cayó en la cuenta que las visitas habían dejado de estrenar atuendo para acudir a su despacho. ¡Eran cosas de otra época!, se dijo, y continuó prestando sus servicios con atavío adecuado, como exigía el respeto debido a su clientela y sin importarle que no hubiese reciprocidad.

Más tarde los clientes le empezaron a exigir que la primera consulta fuese gratis, como no sé qué firma de abogados publicitaba. ¡Eran cosas de esta época, de la brutal competencia!, se dijo, y consintió aceptar la gratuidad de esa primera consulta que no era una, sino la del propio compareciente, la del divorcio de su hermana y la de la vecina morosa de la comunidad de propietarios de su cuñado.

Como amaba su profesión, siguió consintiendo, permitiendo y trabajando. Cada día más y sin apenas compensación económica justa y acorde al estudio y dedicación que daba a cada asunto.

Hacía tiempo que sus escasos ingresos no le permitían renovar su vestuario para atender como él entendía merecía su clientela. Los que estrenaban traje en tiempos de su mamá para ir al médico o al abogado se habían convertido en sus tiranos y él había quedado a merced de sus exigencias. Solo él era el responsable. Cerraría el cuento el juglar: «El licenciado Lucientes, que perdió la dignidad a manos de sus clientes».

* Abogada laboralista

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