Hubo un tiempo en el que salías a la calle, ibas de fiesta, hacías locuras, bailabas descalza sobre una mesa, te vestías de hippie, besabas a alguien indebido, comías en un restaurante de lujo... tantas y tantas cosas... y sólo se enteraban quienes estaban contigo en esos momentos o, como mucho, unos pocos más a quienes se lo contaba otra persona.

Un tiempo en el que los recuerdos eran las entradas de un concierto, unas fotos de amanecida por 25 pesetas en un fotomatón, o arena de la playa en un bolsillo trasero del pantalón.

Hace poco nos habríamos reído si nos hubiesen dicho que íbamos a explicarle a todo el mundo lo que hemos desayunado un domingo o cómo nos queda un color de uñas, o lo que leímos ayer, o la música que estamos escuchando justo ahora. Y que toda esa información íbamos a regalarla de manera gratuita a miles de empresas felices de saber lo que hay en nuestras cabezas, cuáles son nuestros gustos y necesidades. Y, de paso, a millones de ojos curiosos que creerán así conocerte.

Ahora no hay dónde esconderse: porque no vale con que tú lo cuentes, es que cualquiera lo cuenta por ti. Los móviles con sus cámaras y sus redes sociales han invadido hasta el más pequeño resquicio de nuestra privacidad, y de manera inmediata todo está al alcance de todos.

Y ha cambiado también la manera de hacer periodismo, cuando muchos medios se nutren de lo que los ciudadanos anónimos cuelgan gratis en las redes, sin apenas contrastar y sin tiempo (ni interés) para la réplica.

Por supuesto no seré yo quien escriba contra la difusión de la información, pero creo que, una vez más, la tecnología ha ido por delante de la vida y se ha saltado todos los límites que nos mantenían seguros. Sobre todo porque en este tiempo de prisa y de usar y tirar, es facilísimo crear héroes o mitos y a la vez destruir una vida con unas simples imágenes en un momento complicado. Que todos hemos hecho tonterías y guardamos en nuestro bagaje actos inapropiados, pero antes como mucho se reían de ti en tu barrio y ahora eres carne de chanza internacional. Y para siempre, que el dichoso internet puede recordarle a todo quisqui dentro de 20 años que eras tú el que fumaba impasible a la puerta de un club deportivo mientras expulsaban a tu acompañante medio desnuda. Tu nombre, tus apellidos, toda tu vida expuesta en un segundo, el universo entero opinando sobre ti, tus circunstancias y tus acciones.

En algún momento habrá que pararse a pensar lo que compartimos, sobre todo sin el consentimiento de los protagonistas, porque para determinar si existe un delito y, en su caso castigarlo y repararlo, se necesita tiempo y dinero y el mal ya está hecho.

También habría que plantearse por qué, teniendo toda la información y la cultura al alcance de todos los bolsillos y posibilidades, hay quien opta por hartarse a videos de gente chocando contra farolas o explotando petardos en su trasero. Pero de esto ya no tienen culpa estos tiempos de redes e internet, porque la estupidez humana es tradicionalmente infinita, pero ahora además imborrable y repetible miles de veces en una pantalla.

** Periodista