Que este tiempo por el que atraviesa la sociedad es de los más chungos que nos ha tocado vivir lo tenemos bastante claro, ¿verdad? Y que la ciencia se encuentra en situación de ayudarnos, también parece claro. Ya nos lo cantaban en la Verbena de la Paloma, allá en 1894, de que hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, es una brutalidad, es una bestialidad. Ahora quizás encontremos estas expresiones en desuso y algo cutres para este siglo XXI, del que aventurábamos que iba a ser deslumbrante por los avances en el campo de la investigación, de la ciencia y de la tecnología más sofisticadas, de la física cuántica y la exploración espacial, de las matemáticas inspiradas en la teoría de las cuerdas o de la ingeniería médica. A la vez que las expectativas creadas nos provocaban y siguen provocando cierto nerviosismo interior, debido a que nos sabemos casi analfabetos en estas disciplinas y, desde luego y de manera sorpresiva y desagradable, en un virus de nomenclatura aborrecible.

Hemos de reconocer que tanto la ciencia como la tecnología no nos pueden proporcionar certezas inamovibles pues, para entendernos, se rompería el sencillo principio de ensayo -error como método para obtener conocimiento-, y en la búsqueda permanente y fiable de la verdad y el desarrollo. Ocurre, sin embargo, que a medida que se avanza en descubrimientos científicos inabordables y nos acercamos con timidez a ellos, las respuestas o conclusiones presentadas por la sociedad científica, son aceptadas sólo por una parte de la colectividad; mientras que por otra, de mucho menor número afortunadamente, son rechazadas porque o bien no encajan en sus saberes o bien no coinciden con su propia experiencia vital.

Entiendo que la confianza en el trabajo investigador de la comunidad científica es condición sine qua non para avanzar y relacionarnos de modo conveniente y justo en esta globalización que hemos propiciado. Me atrevería a decir que confianza ciega, como la que nos muestran los niños y las niñas en sus amores.

Pero por fascinantes que sean, y lo son estas materias, no podemos dejar de lado el universo de las artes. No es admisible la añeja elección entre Ciencias o Letras como tampoco lo es la recurrente pregunta de a quién quieres más si a mamá o a papá.

Dentro del hechizo de las artes, hoy quiero recordar a nuestro más grande pianista, nuestro mejor instrumentista, Rafael Orozco Flores. Y permítanme que arranque con una confidencia: tuve la suerte de ser compañera suya en el conservatorio de portada plateresca que hoy lleva su nombre. Fue hace muchos años, claro. Era el único centro de estudios de música que existía en Córdoba, y a él asistíamos un puñado de adolescentes que soñábamos con ser músicos de talento. Rafael Orozco sí lo tenía y le fue reconocido internacionalmente. Asistir a un concierto de Rafael Orozco era un acontecimiento para ser feliz, para emocionarse, para estremecerse. Sus interpretaciones conmovían. Eran Frédéric Chopin y Rafael. En las obras del músico romántico encontró Orozco su alter ego, y en su profesora y tía, Carmen Flores, tuvo a la descubridora de sus facultades y gran orientadora de su técnica. Su mentora. Pero, ay, Rafael se nos fue tan pronto... Por cierto, aún es posible encontrar vinilos de sus grabaciones.

Ciencias y Arte, pues. ¿Contraste real, o solo artificial? Quizás lo resuelva el pensamiento reflexivo y aparentemente fácil de un gran amigo mío: el paso del tiempo nos hace exquisitamente tolerantes y selectivos. Da qué pensar.

* Docente jubilada