Balthazar, uno de los muchos personajes que pueblan la Alejandría de Lawrence Durrell, afirma que el ser humano es un «tubo de carne». Una definición escueta, ciertamente, y destinada a bajar los humos a nuestra especie presuntuosa. Durrell no fue el primero en acuñar este tipo de sentencias que nos sitúan a la altura de un pepino de mar. Supongo que todo artista de temperamento romántico alberga en su interior a un sosias que refrena a cada paso su tendencia hacia lo sublime, sobre todo en lo que a aventuras galantes se refiere. «El cuarteto de Alejandría» está lleno de tales aguafiestas.

En mi paleozoica juventud algunas jóvenes todavía se quebraban de pudor cuando, durante las primeras fases del cortejo, se sabían observadas por sus pretendientes en el acto de llevarse el tenedor a la boca. Sentían que ese orificio por el que se adentraba el alimento probaba que la sustancia de la que estaban hechas no era precisamente la de los sueños. En el otro extremo (¡y nunca mejor dicho!) recuerdo a un sacerdote que en plena adolescencia intentaba enfriar nuestras idealizaciones amorosas al revelarnos que las mujeres también defecan. Mientras la joven se ruborizaba por mostrar el agujero de arriba, el cura se cebaba en el de abajo. Ambos discurrían por el mismo lóbrego tubo.

Durante esta pandemia la frase de Durrell no ha dejado de atosigarme, especialmente cuando he compartido mesa con un «no-conviviente» (resulta increíble la rapidez con la que hemos adoptado esta jerga). No existen ya damas que se avergüencen de ningún tramo de su tracto digestivo. De modo que, en condiciones normales, uno ni siquiera ve la boca del contertulio con quien desayuna: esta se entreteje de tal modo con la conversación que su presencia desaparece entre la enfermedad de H o la casa que acaba de comprarse J. Sin embargo, la dichosa mascarilla ha puesto el foco sobre ella. El acto de bajar ese trapo justo al tomar un bocado para volver a subirlo un momento después, hace que nos olvidemos de H o de J para concentrarnos en esa cavidad que nos hermana con ciertos bichos vermiformes. Imposible no acordarse de Balthazar.

Somos tubos de carne, sí, pero ¿solo eso? Cuando escucho algo de Mozart o contemplo una acuarela tunecina de Macke o de Klee, pienso que somos algo más. Y no me refiero al Espíritu, jinete definitivamente descabalgado por el avance de la ciencia moderna. Algunos biólogos hablan, al tratar de nuestra especie, de «complejidad», de «propiedades emergentes». ¿Toscos sucedáneos del Alma? Puede que sí. Pero quizás no. Mientras salimos de dudas, prefiero creer que tal vez Balthazar exageraba un poco.