Se ha despedido Daniel Craig con gloria y pena de su saga Bond. Nada menos que quince años marcando pectorales bajo camisas finísimas, saliendo de las aguas igual que Ursula Andress o esa escultura en marcha que fue también Halle Berry, pidiendo los dry martinis de vodka mezclados o agitados, según la noche, mientras andaba en busca del amor. Hay quien ha llamado cursi a este James Bond que ha encarnado Craig porque siempre va en busca del amor. Mientras tanto, castiga también camas ajenas; mientras tanto, la muerte ocupa un sitio bajo los parasoles, en decir de Pere Gimferrer, junto a cuerpos hermosos de mujeres que han caído por su atracción fatal. Pero tanto en Casino Royal como al final, este Daniel Craig/Bond ha sido un hombre no sólo al servicio de su majestad, sino también al de esa emoción pura por el romanticismo que sólo puede sentir Don Juan si se enamora. Lo que viene a decirnos, a lo largo de las cinco películas de esta saga que ahora acaba, es que hay hombres en el mundo y la vida para los que el amor sólo es costumbre, mientras que hay unos cuantos que siempre han intentado desterrar la costumbre del amor. Uno de esos es Bond, James Bond, uno de los últimos héroes de la cultura popular que de alguna manera se ha mantenido fiel a lo que esperamos de él. Quizá este Bond de Daniel Craig haya forzado los límites, encarnando a un hombre duro que puede ser también letal y cínico, aunque al final se mantenga leal a unos principios y a la gente que quiere. Sin embargo, a pesar de sus críticas, siempre ha seguido siendo Bond.

No lo tuvo fácil al principio, antes de que Craig fortaleciera pecho, hombros y bíceps. Hay siempre mucha gente esperando el eterno regreso de Sean Connery, que ya tuvo un crepúsculo dorado en Nunca digas nunca jamás: un James avejentado, que todavía tiene sus recursos para llevarse por delante a una jovencísima Kim Basinger. Pero después de la brevedad de George Lanzeby, la frialdad diamantina de Roger Moore, el acceso de acción ochentero con Timothy Dalton y esa edad de plata de Pierce Brosnan, ni Connery podía regresar ni se podía imitar su vieja planta. Su magnetismo se había quedado dentro del muro de Berlín sin que nadie cogiera sus fragmentos. Por eso el James Bond de Craig ha sido otra cosa: una fuerza bestial, una manera dura de matar con licencia o sin ella, pero también una debilidad que es muy de ahora. Porque quienes aseguran que la pandemia nos va a dejar igual cuando termine no conocen los bordes de la fragilidad: sólo quien se expone a amar enteramente acaba resultando vulnerable, y eso es lo que hace este James Bond desde que, con Eva Green, nos mostrara que el Vesper es mucho más que un cóctel, esa variedad del dry martini que ahora puedes pedir en cualquier bar del mundo donde sepan hacer un dry martini. Daniel Craig lo ha sido hasta el final, tras haber cerrado un arco narrativo de cinco películas que en esta que ahora celebramos, No time to die, brillan las referencias más o menos sutiles no sólo a las cuatro anteriores, sino también de Al servicio de su majestad: la única que protagonizó el fugacísimo George Lanzeby, sí, pero también la única en la que James se enamoraba, se casaba y enviudaba. También este Bond, como Lanzeby, es un hombre que sufre y se resiste, que no quiere perder cuanto atesora; un Bond que hasta descubre, por momentos, una paternidad que quizá lo podría redimir de su vida pasada, con todos esos rostros al acecho en la oscuridad.

Vale, eres más de Sean Connery. No me parece mal. Pero Daniel Craig ha dado una hondura vital a un personaje que antes no salía apenas de las costuras de su traje, con toda esa potencia visceral de hombre que se pierde en el camino de un tablero que ocupa con soltura. El nuevo/viejo Bond de Daniel Craig, sin alardes de género, ha sabido sumar una fragilidad que lo robustecía como personaje, que le daba conciencia de pérdida y de abismo, como en la muerte de Vesper/Eva Green, que siempre lo ha seguido persiguiendo.

No desvelo el final, pero es un cierre propio de James Bond bajo fuegos celestes que nos ciegan los ojos. Toda la actualidad es un derrumbe de muy mala poesía, con la mediocridad a flor de piel repetida de cerca, y por eso James Bond vuelve para salvarnos de la corrección política, las crisis mundiales de suministros, los apagones planetarios y un posible regreso al planeta de los simios, del que nunca llegamos a partir. Hoy yo brindo por James, por vidas que se exprimen hasta la última gota, sin dejarlas pasar.