Ángel: «Persona en quien se suponen cualidades de los espíritus angélicos, es decir bondad, belleza e inocencia», define en una de las acepciones de la palabra el diccionario de la RAE. Yo añadiría además gracia, encanto, generosidad, dulzura, inteligencia, simpatía…; virtudes poco frecuentes en estos tiempos, cuando la intransigencia, las prisas, el egoísmo, la ambición y la miseria moral afloran día a día lo peor del ser humano; pero de vez en cuando nacen quienes las reúnen todas y se convierten por naturaleza en seres capaces de concitar sin reservas el amor de los suyos; de entregarlo a manos llenas; de deslumbrar a diario con su hermosura --exterior e interior--, sus habilidades, su capacidad para darse; de repartir alegría sin la menor cortapisa mientras derrochan creatividad; de provocar admiración unánime entre quienes los conocen por su carácter, su ímpetu, su entusiasmo contagiante, el brillo inagotable de sus ojos, su bondad, su lisura, su nobleza, su capacidad para la risa, su luz, su pureza de alma… En los pueblos se solía decir que cuando nacen niños así mueren siempre pronto, porque Dios los quiere sólo para Él; una afirmación derivada seguramente de la educación católica exacerbada que primó en España durante la posguerra, marcada por el hambre, las necesidades, el duro trajín de sobrevivir, los abusos y el din don permanente de las campanas tocando a muerto por tanto niño fallecido ante suum diem. No obstante, es cierto que, por alguna extraña razón, muchas de las personas que destacan en el mundo por su talento mueren muy pronto.

Estas muertes prematuras, de niños y jóvenes que abandonan este mundo con pocos años, después de un breve pero habitualmente intenso paso por la vida, dejan devastados a padres, hermanos y familia más directa, pero también a cuantos disfrutaron del placer de conocerlos y amarlos (piensen sin más en las niñas de Tenerife y en lo que debe sentir esa madre), que continúan teniéndolos presentes más allá del espacio y el tiempo, como si siguieran habitando a su lado, eternamente jóvenes, bellos, cariñosos, complacientes, atentos y enérgicos; como si el dolor, la crueldad y el sufrimiento nunca hubieran existido, ni se hubieran cebado con sus cuerpos hasta dejarlos agostados cual mies en verano. Y algo debe haber, porque las personas así no desaparecen del todo. Viven, y revotolean como mariposas multicolores, en el alma contrita de quienes una vez las amaron. Son los ángeles de la casa.

¿Cómo sobreponerse a algo así? Sólo de pensarlo se encoge el estómago, se arruga el corazón como una manzana podrida. El orden natural de las cosas lo que manda es que los padres se vayan de este mundo antes que sus vástagos, y perder un hijo debe ser como si te amputaran un brazo, o te arrancaran el hígado. Nadie está preparado para algo tan grande; posiblemente la experiencia más aterradora que se pueda sufrir en la vida. Basta comprobar los epitafios dedicados a este tipo de jóvenes que la historia acumula desde el mundo griego a nuestros días: «Musia Agele. Agele, en la flor de sus veinte años, única entre las mujeres por su conducta y su hermosura… Que en esta eterna morada descanses, Agele, sin daño, y que bien acomodada te sea la tierra leve» (CIL II2/7, 498), dice uno cordobés del siglo II d.C. Podría poner muchos ejemplos, pero baste señalar que inciden siempre en el desgarro de quienes se sienten incapaces de comprender una muerte tan inesperada, que convertía sus funerales en manifestaciones colectivas de dolor, en un funus acerbum (amargo). Y mientras los finados escapan a algún tipo de paraíso en el que muy posiblemente encontrarán espíritus afines que les harán felices por los siglos de los siglos, aquí se les sigue echando de menos; porque un pedacito de quienes tanto los quisieron, un trozo sustancial de su alma, se marchó con ellos, con esos seres especiales que, antes incluso de nacer, fueron ya bendecidos por los dioses.

Pues bien, sabido el impacto emocional --incluso vital-- que la enfermedad o la muerte de un joven provoca siempre en su familia, o que ellos mismos pueden sin saberlo ser portadores de ambas para los suyos, ¿cómo entender la actitud de tantos miles de adolescentes (y no tanto) frente al covid? Para una vez que les tocaba demostrar algo de responsabilidad y empatía no han podido salir peor parados; y no sirve el argumento de que les falta madurez, porque los hay ya bien creciditos, y para eso está la educación que traigan de casa. Pero hablamos de padres permisivos e irresponsables, que --en la mejor línea de nuestros políticos, al fin y al cabo reflejo especular de la sociedad que los elige--, confunden el amor con el buenismo, la sobreprotección y la ausencia absoluta de disciplina y de valores (también de sanciones). Propician así que sus hijos desafíen al destino y a la muerte, poniendo de paso en peligro al resto de la sociedad, sin entender ni aceptar que este tipo de situaciones sólo se superan en grupo, con el esfuerzo y el sacrificio de todos.

*Catedrático de Arqueología de la UCO