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Bajo el puente de hierro

Antonio Agredano

Fuera de juego

Mi padre me ha ayudado y jamás me ha dado la sensación de que me estaba ayudando

He vivido en Córdoba, Málaga, Sevilla y Fernán-Núñez. Confundo las calles como mi padre el nombre de sus nietos. Llama Lázaro a Fidel y Fidel a Mauro. Cuando rectifica, los niños ya están haciendo trastadas en otra parte. No pienso en la muerte, tampoco en las mudanzas. Sí en mi padre. Porque soy rama y él tronco. Por mucho que, con los años, el tronco se retuerza y anude, y la rama verdee con fiereza: de sus raíces dependo. Cuando el Diario CÓRDOBA me ofreció escribir estas columnas, fue al primero al que llamé. «Papá, el sábado que viene salgo en el Córdoba», le dije. Porque siempre lo recuerdo con este periódico abierto sobre la mesa, leyendo en susurros, con el café con leche en vaso de caña y una magdalena despezada sobre su arrullo de papel. «¿En el Córdoba, Córdoba?», me preguntó. Como esa gente que pregunta en el obrador si el pan es «pan, pan», o acaso otro mistérico alimento.

La vida cambia; pero las tortillas de patatas de mi padre, no. Son una de mis pocas certezas. La otra es que siempre ha estado cuando lo he necesitado. «Normal, es tu padre», pensaréis. Pues qué queréis que os diga, hay de todo. No basta con estar, con aparecer de vez en cuando, con meter algo de dinero en el banco. Es otra cosa. Mi padre me ha ayudado y jamás me ha dado la sensación de que me estaba ayudando. Él tiene esa forma de sumar, sin estruendo, sin cobrárselo en el ego. Aparece, chapucea, compartimos una cerveza y se va. Sin chisteras, sin vanidades, ni humo. Su afecto es de arcilla y trigo. Llano como una era. Ingobernable como la flor del olivo.

Son tiempos líquidos para todo, menos para su sartén. Con ella en la mano es tremendamente regular. Las tortillas siempre le salen igual de gordas y regadas. O como se llame a ese huevo aún concupiscente. Y con cebolla. Una tortilla sin cebolla es como un guardameta con coleta: una ruina. Como la puerta de un frigorífico sin su limón con clavos, como un taxista sin su respaldo de bolas, como un equipo de pachangas sin su miope. No es que me guste el sabor a cebolla, es que quiero que conforme me vaya acercando el tenedor a la boca me empiecen a escocer los ojos y que sean irrefrenables dos lagrimones precipitándose por mis mejillas antes, siquiera, de probar bocado. Así me las prepara mi padre cuando vuelvo de visita. Me la deja en la encimera, plato contra plato. Y siempre pienso en mis borracheras pasadas, cuando aún vivía allí, en Miralbaida, frente al parque, donde el 8. Recuerdo llegar a casa y ver ese ovni ahí en la cocina, dispuesto a abducirme, antes de caer rendido en la cama. Hace tiempo que no nos vemos. Por eso quizá estas palabras. Porque ayer hablamos por teléfono y entre los qué tal y las cuatro cosas, se escapaba un abrazo transparente. «Te noto cansado», me dijo. «Lo estoy», confesé. «Ya no corres», me dijo. «No puedo con mi alma», le confesé. «A ver si nos vemos pronto», me dijo. «Lo necesito», le confesé.

Es un arrechucho, pienso. Esta diminuta tristeza en el día a día. Los achaques livianos. El dolorcito aquí. La penita allá. Ese vaivén en la rutina. Levantarse de la cama. Sentir el frío de la mañana. Trabajo. Casa. Trabajo. Casa. Poca luz. Esta pandemia que no para, como un boxeador que jabea y jabea y no se cansa. No es miedo a perder, es miedo a no ganar lo que soñabas. El primer mundo, como dios, aprieta pero no ahoga. Encuentro consuelo en sus palabras. Compro vino. Llego a casa y abrazo a mis hijos. Parece un anuncio. ¿Sólo yo siento esta extrañeza? ¿Sólo yo me siento como un mal actor en una mala película de sobremesa? Siento el dolor de personas a las que no conocí. Toda casa de chocolate esconde una bruja. «Hay un tifón para cada isla exótica», canta el Luque.

En la vida, como en el fútbol, a veces nos quedamos en fuera de juego. El carrerón hacia el área ha sido para nada. Volvemos hacia atrás con la cabeza gacha. Siempre hay un compañero que nos palmea en el hombro. «A la siguiente», dice. «Vamos», insiste, mientras da palmas de ánimo. Ahí veo siempre a mi padre, recogiendo mis sombras del suelo. Como un líbero de otra época. No es mi amigo, ni mi confidente. Solo mi padre. Compartimos apellido, escudo y color de camiseta. «A la siguiente», me grita desde el centro del campo. Tú, papá, siempre serás al primero que busque para abrazarme cuando marque.

* Escritor

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