El arquitecto y último director de la Bauhaus alemana, Mies van der Rohe (1886-1969), popularizó el célebre lema ‘menos es más’. Un principio básico de la concepción minimalista del arte, de aquella arquitectura racional que comenzó a rechazar todo artificio, toda ornamentación superflua, con el fin de llevar la arquitectura a principios del siglo XX hacia una formalización más pura, funcional.

Si tuviéramos que trasladar esa concepción creativa o vital a un modelo más cercano, Serrano la representaría de manera elegante y genial: mientras menos ha querido ser, más ha sido. Hemos tenido en nuestra ciudad durante estas décadas a una persona que ha huido del exceso, del espectáculo, que ha rechazado la ornamentación y lo superficial en su vida, renegando de las estrategias del sector artístico, comprometiéndose tan sólo con los aspectos en los que creía profundamente, como la colectividad. Colmado de honestidad y talento, esta actitud no ha hecho más que engrandecerle, lo que ha dotado a su obra de lealtad para con el propio autor, con libertad, con autenticidad, durante una labor creativa que, a menudo, ha sido íntima y silenciosa.

Su obra está contextualizada más allá de la trascendental labor del Equipo 57. Aún a pesar de su ciclópea modestia y su intencionada estrategia para ocultarnos su magnífica producción, está vinculado con creadores históricos internacionales de la talla de Josef Hartwig (1880-1956), Marcel Breuer (1902-1981), Marianne Brandt (1893-1983), Alma Buscher (1899-1944) o Dan Flavin (1933-1996) en el pasado; al igual que lo hace en el presente con parte de la producción de primeras figuras creativas como Olafur Eliasson (1967), la coreana Kimsooja (1957), e incluso algunas piezas inmersivas de la gran Yayoi Kusama, quien nació en Japón el mismo año que Serrano, en 1929.

Así, en algunas de sus instalaciones escultóricas con piezas móviles que puede desplazar el espectador, podemos apreciar una absoluta concordancia con el ajedrez abstracto que Hartwig diseñó entre 1923 y 1924, ese en el que las formas de cada una de las piezas están definidas en función de su correspondiente movimiento en el tablero de ajedrez. Las sillas que diseñó Serrano -esas de las que él bromeaba que son incómodas- están a la altura de un Breuer que, a inicios del siglo XX, incorporó materiales como el acero tubular como elemento de creación mobiliaria dando lugar a piezas imprescindibles como la popular Cesca. Sin olvidar que, si paseamos por el bulevar de Gran Capitán disfrutaremos de piezas creadas por el artista como esas farolas en las que la geometría, la esfera y la línea son resultado de un lenguaje fundamental de tensión y movimiento equilibrado que resulta una evolución lógica de propuestas de principio de siglo como las que hizo la diseñadora Marianne Brandt con el uso magistral de la esfera en sus lámparas y flexos, o bien con la célebre MT8 diseñada por Wilhelm Wagenfeld con quien comparte la pureza de las formas básicas y de los elementos fundamentales del lenguaje creativo.

No obstante, en la obra más reciente de Serrano lo que más seduce es el juego, con obras que se acercan de algún modo al espectador y le invita a participar siguiendo estelas teóricas de la talla de Bourriaud o bien con propuestas afines al mecano de madera de colores que diseñó Alma Buscher en 1924, para que los niños pusieran las reglas al jugar mientras construían desarrollando la imaginación en libertad. Un interés en el juego perceptivo con el espectador que el cordobés comparte con Eliasson (Your body of work, 2011) al plantear sus laberintos o con Kimsooja (serie To Breathe) donde el espejo juega un papel fundamental. No tenemos más que acercarnos a experimentar su última pieza producida, Alhambra, en el C3A.

En definitiva, Serrano ha estado toda su vida jugando con nosotros, intentando hacernos creer que lo que hacía no era importante ni de un nivel extraordinario. Este brevísimo texto de opinión que me piden sobre su rol como creador en general, lo escribo como investigadora especializada en la Bauhaus; si lo hubiera escrito como su vecina que también soy tendría que confesar aquí que me va a romper el corazón no verle más al asomarme a mi terraza. Por algo él era, en sí mismo, un dodecaedro luminoso como los de Eliasson, proyectando calma y amor a todos los que hemos tenido la suerte de toparnos con él de algún modo en nuestra vida.