Es normal que, con este calor, el verano nos ponga la mente calenturienta y fluyen por tanto con más relajo las ucronías. Permítanme por tanto esta licencia. Imaginemos que, tras el esplendor de los Omeyas, surgiera una dinastía aún más poderosa en Al Andalus, un trasunto de los emperadores Antoninos frente a Césares del linaje Julio-Claudia. Lo suficientemente fuertes para ganarse el respeto y admiración de Fernando III y del Rey Sabio. Castilla llegaría hasta Niebla y rendiría honores a su pasado visigodo recuperando las campas del Salado. También Cádiz y Sevilla, para asegurarse el flujo por el Guadalquivir. Pero Córdoba seguiría siendo la capital de Al Andalus. Una colaboración entre estos reinos fructífera, pues el Califa aportaría recursos en el descubrimiento de las Indias, cediendo a sus mejores marinos y su pericia en las cartas de navegación para asegurar el éxito de futuras expediciones.

Al Andalus decae a finales del XVIII, como si los naranjales de la vega andaluza hubiesen sido más sensibles a la Revolución Francesa. Es Prim quien remata este momento álgido del nacionalismo, llegando fortalecido a la conferencia de Berlín tras la claudicación de un Estado islámico decadente. Al margen de cuatro astracanadas, fue una toma incruenta. Al llegar a Córdoba, Prim decide convertir la mezquita en un gran museo. Así hasta nuestros días, cuando un partido político impulsa convertir la antigua mezquita en un templo católico, basándose en que en la misma se hallaba la iglesia visigótica de San Vicente. Un conjuro, además, para recuperar el antiguo esplendor de España.

Obviamente, Prim no es Ataturk. Ni Córdoba es Estambul. Las comparaciones pueden ser más odiosas que los odiosos ocho de Tarantino. Pero pueden ayudar a purgar ofuscaciones. Es entendible que, sin entrar en las crueldades de la batalla, la toma de Constantinopla sea un motivo de orgullo para el pueblo turco. En Estambul percibes su privilegiada situación estratégica; la que la convierte en una de las puertas del mundo más que en la cremallera entre dos continentes. Tras las cenizas de la I Guerra Mundial, fue audaz la decisión de Ataturk de refundar el Estado turco apoyándose en la laicidad, entendiendo la religión como un vector que frenaba la modernidad de un Estado anquilosado.

Erdogan llegó para revertir la moneda: Dios como impulso del buen gobernante. ¿Y es que acaso no lo hacen también los norteamericanos? Lo ha ido haciendo pasito a pasito, pero ha sido en este momento, en el que la principal metrópoli turca electoralmente le había dado la espalda, cuando Santa Sofía ha vuelto a convertirse en templo musulmán. La religión al servicio de la política, o de unos intereses personales, que en tantas ocasiones es lo mismo, una práctica terriblemente medieval. Y no por la respetable y entusiastica fe de los creyentes, sino por su instrumentación y su consiguiente tufo de mesianismo. No hace tanto que en este país recuperamos el término de Cruzada y era Santiago quien cerraba España después de matar unos pocos moros.

A los tiquismiquis del arte nos preocupan los mosaicos bizantinos de uno de los grandes edificios de la humanidad. Pueden cansarse los empleados de Santa Sofía en descorrer las cortinas entre rezo y rezo, que es más rápido encalar las áureas teselas del pantocrátor, cuando no un exaltado toma carrerilla, como los talibanes con los Budas de Bamiyan. No imagino que Prim ni todos sus causahabientes políticos hubiesen implantado misa dominical en el Salón Rico de Medina Azahara. La fe debe dar un paso hacia delante, y desentenderse de quienes enardecen el fervor popular como una herramienta para su ambición personal. H

* Abogado