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A pie de tierra

Desiderio Vaquerizo

Señoritos

Es comprensible la protesta del sector primario, sin el que nuestra sociedad se hundiría

Nací en un pueblo de Extremadura cuando todavía la posguerra dejaba ecos de miedo, espanto y hambre en una población habituada a su pesar, desde mucho tiempo atrás, a todo tipo de abusos por parte de las clases dirigentes; habitualmente -aunque no solo- grandes propietarios de tierras que gobernaban sus respectivos territorios como auténticos sátrapas, explotaban hasta la extenuación a pléyades de gentes malvivientes y sufridoras que nutrían su entorno atenidas a una economía de subsistencia, y con frecuencia ejercían derechos poco comprensibles en un país civilizado. Puede parecer una evocación hiperbólica o sobredimensionada, pero ahí están los libros de historia para dar cuenta de ello. Extremadura y Andalucía fueron escenarios abonados para unas prácticas que ya entonces pusieron en evidencia lo mejor y lo peor del ser humano. No lo cuento solo porque conozca los hechos desde un punto de vista historiográfico, sino porque lo viví; es cierto que a prudente distancia y empapándome del problema a través de los ojos, las almas o los silencios de otros, pero soy observador desde que vine al mundo, utilizo los sentidos para impregnarme de cuanto sucede a mi alrededor, nunca desaproveché ocasión para llegar más allá de lo que las apariencias o las palabras dictaban, y en consecuencia sé de lo que hablo. Por eso, y porque he conocido a muchas familias minifundistas que vivían sólo del campo -cosa que hoy sería del todo imposible-, no logro entender que en pleno 2020, cuando en el mejor de los casos los señoritos si existen son otros, alguien a quien, muy posiblemente, además de ganar un pastizal le espera un cochazo en la esquina para ir a comer con la elite económica del país en un restaurante de lujo, se atreva a decir en voz alta que las protestas de los agricultores extremeños -refrendadas en otras partes de España y Europa, y reprimidas con una violencia desproporcionada si tenemos en cuenta la empleada con otros que ponen en solfa cuestiones de mucho más calado- han sido impulsadas, apoyadas y gobernadas por la derecha más carca y terrateniente. Tal sublimación del disparate demuestra un desconocimiento absoluto de la realidad socioeconómica del mundo rural, una importante dosis de mala fe y un sectarismo militante, sumiso y bien alineado eso sí con la campaña voraz y sistemática de intoxicación que lo envuelve todo, trata de que veamos lo blanco negro, y pretende hacernos comulgar con ruedas de molino cada vez más difíciles de tragar. Y es que, queridos lectores, la cosa sólo está empezando.

El campo se muere. Esto no lo pueden negar ni quienes disfrutan de sueldos millonarios en despachos acristalados con vistas a océanos de asfalto y no lo han pisado en su puñetera vida si no es, en el mejor de los casos, para una cacería, una comilona de fin de semana, o una juerga con ecos atávicos de excesos. Sus problemas son tantos, que basta un análisis superficial de la situación para captar su alcance. ¿Cómo no comprender, pues, que quienes se pasan la vida al sol, sometidos a la tiranía de los precios y los intermediarios, y al vaivén de unas condiciones meteorológicas cada día más cambiantes y devastadoras, salgan a la calle y dejen oír su voz para hacer llegar a la sociedad que sin el sector primario nuestra sociedad también se hundiría? Cierto es que deberían hacerlo sin traspasar los límites; pero de ahí a demonizarlos como secuaces del fascismo más rancio, como si buen número de quienes integran dichas manifestaciones no votaran a los mismos partidos que han dado orden de reprimirlos, hay un abismo. Es el mundo al revés; un mundo del que muchos van a querer bajarse en marcha, porque lejos de tener los días contados irá progresivamente a peor. Cuando en un país cualquiera quienes ostentan el poder consiguen capilarizarse con saña hasta hacerse con el último resorte del Estado, y ponen a su servicio todos los mecanismos de propaganda que les permite el sistema -y con ellos los dineros públicos-, es fácil suponer que tienen pocos problemas de conciencia. De ahí el triunfo del juego sucio: los mismos que ejercen la democracia lo hacen sin ningún dique moral; actúan ajenos a cualquier tipo de escrúpulo. Una democracia que acaba así corrompida y transformada en otra cosa, para disgusto y oprobio de quienes, sin entender cómo ha podido ocurrir, no encuentran más salida que sustraerse de la dinámica cotidiana para al menos vivir sin angustia; porque no me dirán que entre la que se nos viene encima a nivel político, el desquiciamiento general del ser humano, la potenciación de los desequilibrios, el planeta en llamas, el calentamiento global y la subida subsiguiente del nivel del mar, esa nueva peste bubónica que amenaza con diezmar al mundo, o las barbaridades que tendremos que ver desde todos los ángulos en los próximos meses, la cosa no está para salir corriendo.

* Catedrático de Arqueología de la UCO

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