Me comentaba recientemente Rafael Porras, director del Centro Cultural San Hipólito, que este año dedicarán el eje central del curso a la temática de una cultura de reconciliación integral, que apueste por la restauración de la misma vida, que genere un nuevo marco de convivencia, desde la intuición que nuestro mundo necesita personas de todas las culturas y religiones para promover una cultura enraizada en la construcción de un mundo en paz. Y pienso, repasando la prensa de estos días y la crispación enorme que existe, que ese sería uno de los pilares de carga para que la humanidad avanzara. Vivimos en la cultura del conflicto, promoviendo escenarios de confrontación permanente en los que se ensalzan las diferencias, pero no desde el respeto ni desde la riqueza de la pluralidad, sino desde la condena. Sociedades que se ven abocadas a enfrentar conflictos que terminan en violencias de todo tipo. ¿Cómo transformar las actitudes que refuerzan estas prácticas y evitar que vuelvan a ocurrir?

Debemos volver a conciliar, a hacer compatible de nuevo al hombre con el planeta, ahora que la llegada del otoño de verdad nos invita a replegarnos en los surcos de la tierra mojada y el viento limpio, frente a una contaminación desbocada que nos envenena por tierra, mar y aire. Reconciliarnos para que los fantasmas del pasado no puedan con las esperanzas del futuro, ahora que tenemos tan presente el Valle de los Caídos. Avenirnos para que los intereses colectivos se antepongan a las afrentas de partidos políticos, cuando estamos en la campaña de unas elecciones generales en las que todo vale para marcar las diferencias. Reconciliarnos para que la convivencia ofrezca más calor y refugio que las llamas de las barricadas, alcanzando una armonía social en la que los sujetos tengan una elevada conciencia de la consecuencia de sus acciones, además de habilidades ciudadanas para el manejo de conflictos desde una perspectiva restauradora. Cultura que implique una pedagogía política en la que promover escenarios de encuentro para la discusión y la comprensión de la historia, difundir prácticas de inclusión, respeto, valoración y reencuentro como estrategias válidas para el fortalecimiento de la comunidad. Una sociedad con un tejido y un capital social débil se convierte en escenario propicio para que las actividades corrosivas como la inseguridad, el vandalismo, la corrupción, el clientelismo se preserven y elogien como instrumentos útiles para el desarrollo y la promoción social.

Reconciliación de sexos, para terminar de una vez con desigualdades y con esta espiral imparable de muertes violentas. Reconciliación de culturas y religiones para que desde el respeto a la alteridad, todos tengamos nuestro sitio. Reconciliación de familias y parejas rotas por el egoísmo narcisista y por la falta de comunicación que ayude a sanar tantas heridas. Reconciliación, en fin, con uno mismo, con la diferencia entre nuestros sueños y miserias, con la propia realidad que afrontamos cada día.

Trabajemos para que la reconciliación no sea un proyecto sino un proceso. Elijamos rastros de solidaridad, política, económica y ecológica, de modo que podamos contribuir a sanar este mundo dividido. Como escribe Eduardo Galeano «son cosas chiquitas: no acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción y de cambio. Pero quizá desencadenan la alegría de hacer y la traducen en actos. Y al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable».

* Abogado y mediador