Apareció de pronto en el alféizar de mi ventana con un corto silbar de viento y la envoltura del interior de la madreperla. De niño me había encariñado con las palomas en mi casa de Priego. Eran dóciles, comían en mis manos y apenas se espantaban cuando caminaba junto a ellas. Una, la más vieja y pura castellana, no volvía a sus nidos, en la casa de la calle Ramírez, más que por la puerta: aguardaba el sonido del timbre, el peculiar chirriar de la bisagra, para arrancar en vuelo, calle arriba o calle abajo, hasta colarse por el zaguán. La paloma no era una gaviota, pese a su pico y su plumaje. No había cruzado ni mares ni cielos; si acaso, los tejados. Y si la evoco, solo es porque la gaviota no se espantó al verme tendido en la cama, como si ya me conociera.

Su aspecto me pareció apenas imponente, pese a saber también de su leyenda y sus capacidades. Y se acercó despacio hasta el umbral para asomarse. Muy despacio, como si confiara en mí o me tomara, por mi absoluta quietud, por mueble o cuadro. Despacio, un pasito y varias miradas de inspección, a un lado y otro. Muy sigilosa. ¡Tampoco había hecho nada para merecer su visita! ¡Para aquel descenso de los cielos cuando los cielos alguna vez se abrían! Unos pasitos prudentes, como si el suelo pudiera quemar sus palmas. Unas miradas lentas con ojillos de perla jamás antes vistos y con tal nitidez por mi persona.

Aun ahora podría afirmar que no dormía, que solo pensaba y que estaba triste por insatisfecho. No obstante, el lejano y misterioso pájaro me habló y recuerdo cada una de sus palabras en lo que solo pudo ser un sueño: también tú puedes mostrar las manos como justificante, cuando aquel remo se hizo trizas al paso del crucero. ¿Recuerdas?

Aquello fue para salvarme también yo y no sé si vale. Como pasa siempre, que no hay tiempo para mirar la consecuencia.

Ellos pescaban y yo observaba en el bote y entre aparejos. En el canto. ¡Viene un barco grande! Estaban en lo suyo y no me hicieron caso. Lo repetí, lo grité dos veces, pero apuraron hasta que no tuvimos tiempo de subir el ancla. Alguien ató el cabo a un remo, lo tiró al agua y nos alejamos. El crucero lo hizo astillas y se llevó la cuerda. Era cierto o podría serlo: por mí nos salvamos.

Aún tendido, conservé la imagen hasta que se desvaneció en el techo. La gaviota no estaba, perdida o desaparecida por el azul infinito del cuadro de la ventana. Quizá otra vez regrese despacio para evocar cualquier olvido que pueda liberarme.

Priego, mi pueblo. Ramírez, la estrecha calle de juegos y verdades por donde volaba la paloma. Estaba justificado con mis manos llenas de semillas y promesas, pequeñas verdades, sueños… Aquella era mi vida. Después, las exigencias de la gaviota por conocer y mejorar un mundo que no entiendo.

* Profesor