Puede que les sorprenda ver esta columna maquetada un viernes donde normalmente se asienta el Posible Spam de D. Manuel Fernández. Cosas del verano y las vacaciones, que no cunda el pánico. D. Manuel, que forma parte de la Trinidad de la opinión de esta casa, escribió una pieza formidable con motivo del 25 aniversario de la Constitución, intitulada «El año del fuego y la concordia». En ella describe con precisión exangüe el escenario del crimen de Manuel López, que prendió fuego a la iglesia de la Merced en 1978, poco antes del referéndum positivo sobre la Carta Magna. La crónica, de lectura imperativa, explica ciertas Córdobas perfectamente. Es Córdoba una ciudad muñeca rusa, pero anárquica, las matrioskas más titánicas escondidas en la más pequeña (así yo, no D. Manuel). Vivisecciona la Córdoba religiosa, la Córdoba cultural, la golfa, la patibularia, la del sábado cabal y burgués. Hay un pasadizo que conecta la descripción de los bares y su tipo de cliente, y su tipo de conversación; con un capítulo muy redondo, este ya 2019 y no 1978, de La Nueva Jerusalén de Marcos Santiago, que pinta la necesidad brutal de un narco recién liberado de buscar, cada vez que le cierran un bar, otro más duro en el que seguir la juerga. Marcos, para que vean que estoy pendiente, remató sin decirlo la cuestión en su columna (de Facebook) del 28 de julio «La cara de la cocaína». Ya tardan.

Leía con envidia creciente el conocimiento de tantos tipos de Córdoba. Yo soy muy de interiores. Me desoriento fuera del escritorio y constato los cambios con dificultad. Echo de menos los donuts caseros que hacían en la Espiga de Oro -ya extinta- en Molinos Alta, donde Jotagé y yo hacíamos escala camino de comprar el warhammer. Hace un par de días hice la cuenta con Antonio de cuántas librerías han abierto y cerrado últimamente. Y sobre todo me entristece, porque esa Córdoba sí era mía también, el cierre de todos los cines urbanos. Manuel Fernández enumera la cartelera del destape en Córdoba, y todas esas salas están cerradas.

Lo decimos cada vez que pasamos por delante del cine Alkázar o el Isabel la Católica, cadáveres en descomposición que parecen no importar a nadie: «Vaya pena». Con la temporada gloriosa de cine de verano vuelve la posibilidad de ir al cine andando. ¿No pueden seguir viviendo como cines menos comerciales, en los que emitan ciclos o estrenen series? Yo les juro solemnemente que iría antes al Alkázar a un maratón de Indiana Jones que a un estreno en El Tablero. ¿No hay una solución menos ingrata? ¿Por qué tienen que ser los cines estrenaderos? ¿Por qué clones? Cada uno tenía su personalidad, y si el Alkázar estaba espeso, bastaba echar a andar Colón abajo en busca de los butacones señoriales del otro. No puede permitirse Córdoba tener cines como cebaderos, como corsés de ballenas de la imaginación. Merecemos pasar un miércoles delante del cine, ver que reponen (no sé, sugiero algo seguro) Amanece que no es poco, y meternos a que nos den las diez.

* Abogado