Qué es el yo?». Esta es la clase de preguntas que una persona corriente ni siquiera se plantea, pero que conforma la dieta habitual del filósofo. Y, sin embargo, hasta la persona más irreflexiva da muestras en su vida diaria de que posee una idea vaga de lo que es su yo. Los filósofos lo tienen más difícil, pues son por naturaleza incapaces de contentarse con una idea vaga de nada. Se empeñan en saberlo todo con claridad y distinción, incluso aquellos asuntos -como es el enigma del yo- que más difícilmente se dejan apresar por los conceptos.

Pese a ello, hay un aspecto del yo que hasta hace bien poco daban todos por sentado: su permanencia. El yo era visto como el campamento base desde el que partían hacia el ancho mundo nuestras acciones, ideas y sentimientos. Se pensaba que sin esa perdurabilidad del yo la vida en sociedad no sería posible: nadie podría contar con nadie, pues en lugar de personas sólidas capaces de rendir cuentas de sus actos, nos las veríamos con una miríada de yoes tan evanescentes como pompas de jabón. Algunos sociólogos apocalípticos afirman hoy, sin embargo, que la sociedad contemporánea fabrica premeditadamente este tipo de yoes incapaces de mantenerse en el tiempo, de modo que las técnicas de propaganda diseñadas por el capitalismo feroz coloquen a estas caperucitas un cepillo de dientes eléctrico que no saben bien cómo llegó a sus manos. No creo en los cuentos de hadas, pero esa «corrosión del carácter» de la que habla el sociólogo Richard Sennett parece algo más que una hipótesis siniestra.

La intervención el pasado 2 de noviembre de la vicepresidenta del Gobierno en la rueda de prensa celebrada tras el Consejo de Ministros, me hizo pensar en todo esto. A la pregunta de si Pedro Sánchez había cambiado de parecer sobre lo sucedido el otoño pasado en Cataluña, en el sentido de que en mayo afirmó que se trataba de un acto de rebelión y ahora hablaba tan solo de sedición, la vicepresidenta respondió que el presidente no se había contradicho. Ante la perplejidad mostrada por el periodista, explicó didáctica (y un tanto tirante) que el presidente siempre había mantenido la misma tesis; que las palabras pronunciadas por Sánchez sobre rebelión no las había pronunciado el presidente, sino... Pedro Sánchez: un Pedro Sánchez anterior al momento en el que asumió la Presidencia y, por lo tanto, y a todos los efectos, un yo distinto al que ahora se manifestaba. Estirando un poco el argumento, podría haber afirmado también que la proposición A proferida por Sánchez hace diez minutos no contradice (pese a todas las apariencias) la proposición no-A expresada por Sánchez diez minutos más tarde, pues no puede imputarse a un Sánchez lo que dijo otro Sánchez, ya que no hay más Sánchez que el que sanchea en cada momento.

Tal vez nunca averigüemos lo que es el yo con esa claridad y distinción que aman los filósofos. Pero un mundo sin memoria, un mundo en el que no pueda responderse de lo que se hace o de lo que se dice porque el sujeto del que proceden tales actos o palabras se disuelve como un carámbano, no es un mundo donde pueda prosperar ese sistema de rendición de cuentas que es, en definitiva, la democracia. Tal vez seamos un fluido, pero hemos de tratarnos unos a otros como si no lo fuéramos. Especialmente los políticos, cuyo oficio consiste en mantener ideas en el tiempo y plasmar las consecuencias que de ellas se derivan en la vida colectiva, alterando su perfil en un sentido o en otro.

No debería sorprendernos tanto la volatilidad del voto manifestada en las encuestas (lo digo por el reciente caso andaluz) cuando los titulares de nuestros poderes públicos se desdicen a cada minuto de sus palabras y se quedan tan frescos. ¿Qué tiene tal volatilidad de extraordinaria si hasta el Tribunal Supremo -ese islote de estabilidad en cuyas orillas las distintas instancias procesales remansan su oleaje- se contradice de un día para otro en el asunto de las hipotecas? Si, movido por un impulso, voto algo distinto de lo que dije que votaría cuando respondí las preguntas de la encuesta, nadie podrá censurarme, pues -como dijo Rimbaud- «yo es otro». Las instituciones, garantes de la permanencia, se deshacen ante nuestros ojos, nosotros nos deshacemos, y -como en dos espejos enfrentados- todo parece desvanecerse a nuestro alrededor.

Una democracia es un conjunto de «ficciones» (en la terminología de Raffaele Simone) que han probado su eficacia para mantener en pie una sociedad con el mínimo de violencia. Fortalezcamos la ficción de que todos --políticos, jueces y ciudadanos de a pie-- somos yoes responsables capaces de mantener ideas que no muten en sus contrarias antes incluso de haber acabado de pronunciarlas.

* Escritor