Dado que el mundo se había convertido en paisaje de pancartas reivindicativas, los mandatarios de todas las naciones decidieron reunirse para buscar soluciones pacíficas que pusieran fin a la maraña de exigencias que tambaleaban sus sillones. Así, reunidos en el más poderoso país del mundo, un caluroso día del mes de julio, tras un sustancioso refrigerio, comenzaron la sesión en clamorosas intervenciones. De pronto, un niño, tirando de un carrito de libros, sigilosamente, entró en la refrigerada sala con intención de sentarse en un rincón, huyendo de la ardiente temperatura del aula de donde venía. Los mandatarios al verlo, exclamaron: ¡qué poca educación, qué poco respeto! ¡Que se lleven a este niño a la escuela y que haga sus tareas! Tengo calor, --dijo el niño--. Los mandatarios, soltando una carcajada, exclamaron: ¡que le compren un abanico! Cuando estaban en plena jornada, irrumpió en la sala una encorvada anciana con un ramo de rosas que, saludando humildemente, colocó sobre una mesa. ¡Vaya! --dijeron--, ¡viejas chocheando que ni tan siquiera se enderezan para dar los buenos días! La anciana, casi en murmullo de torpes palabras, dijo: no tengo dinero para comprar las medicinas. Pues toma bicarbonato --exclamaron-- que es muy bueno para todo, pero déjanos trabajar. Sobre las tres de la tarde, la hora de comer, en un lujoso comedor, un joven, ataviado a estilo punki, los servía. Encolerizados aquellos hombres, gritaron: ¡gamberro, delincuente! ¿Cómo se atreve? Viste decentemente, estudia, gana dinero... El joven, en inglés, contestó: no encuentro trabajo. Los mandatarios indignados, exclamaron: ¡y encima no sabe hablar! Al finalizar el día, el convocante de aquella importante reunión, exclamó: con tantas interrupciones no hemos podido concluir. Quedamos convocados para una próxima reunión. Se despedían cuando un perrito se les cruzó: ¡Chuchos callejeros, que lo aten!

* Maestra y escritora