Escribe la socióloga Olivia Muñoz-Rojas en el periódico El País que «quizás el mejor antídoto contra el odio, además de una educación crítica y amplia de miras, sea desconectarse de las redes sociales» infectadas de información (?) tóxica. No le falta razón. Los desconectados vivimos algo más tranquilos; sin embargo, cuando la furia y el odio saltan de las redes al telediario casi infartamos, pues la magnitud de nuestro sobresalto no tiene parangón con la diaria y angustiada vida del hombre troll que habita en internet.

En los últimos días la radicalización de la extrema derecha ha puesto en la picota al cómico Dani Mateo. Sus amenazas son tan furiosas que obligan a cerrar locales donde entretiene con su humor al lado de otros colegas. Le hunden su negocio, señalan a su familia y fotografían la fachada de su casa. Se le persigue con saña. Es un escrache global el que se le viene propinando. Recuerda a los tempranos meses de la transición política cuándo los radicales montaban algarabías en los estrenos de la película «no aptas» y apedreaban librerías al grito de «!Viva Cristo Rey!» Estos días, por fortuna, no vuelan los adoquines pero el trueno de la repulsa despierta los oídos del país entero. Una vez más el humor es responsable. ¿Que tendrá la palabra del caricato para herir tanto?

Corretea en el filo de la navaja con tanto riesgo que, a menudo, cae hacia una cara u otra del acero sobresaltando al personal. Nos irrita y disgusta; a veces nos parece de mal gusto y ofensivo en otras. Y en más de una ocasión nos acordamos de la inocente madre del humorista. Pero su función es esa, agitarnos, además de provocar la risa y llamar a la reflexión. El gran humor es el ingenio que juega con nuestro ánimo y la idea que explota en carcajada o rechazo. Soportarlo, en ocasiones, es la prueba del nueve de la madurez de las personas y las sociedades. Aunque avanzamos bastante en los últimos tiempos, nos queda un buen trecho hasta encajar su desmesura en ocasiones.

El gesto teatral de Dani Mateo de sonarse la nariz con la bandera de España es una muestra más, ni siquiera la más osada, de la sátira política llevada al límite. Ha levantado una polvareda inmensa en amplios sectores de la derecha patria que disputa entre sus facciones quien ama la rojigualda más y mejor. A muchos no nos gustó el plano, pero por ello no tenemos que mandar al humorista a purgar en la hoguera. La tolerancia y el encaje ante la libertad creativa, incluso equivocada como es el caso, deberían ser las barreras que detuvieran la agresividad extrema y el odio.

De nuevo ha tomado aire el vuelo de las banderas en manos de los que se llaman patriotas. La ikurriña preside complacida cómo quiere imponerse el relato de la historia de ETA haciendo responsable principal de sus crímenes a Franco y su dictadura. La estelada catalana a la ofensiva pretende enterrar la senyera de todos los catalanes, y las derechas españolas disputan por apropiarse de la bandera constitucional de todos. Los llamados patriotas siempre estuvieron alerta con los humoristas, y estos, en ocasiones, manifiestan su lado más impresentable, zafio y errado.

* Periodista