Viendo la comparecencia de Aznar sobre la financiación del PP ante Pablo Iglesias y Rufián, he recordado los tiempos en que en España había una política real. Los tiempos de «No a la guerra» y los porrazos en mitad de Colón y Gran Vía, en Madrid, cuando el mundo era menos egoísta y aún era capaz de frenar su rotación para negar las falsedades que justificaron el saqueo de Iraq. Era otra edad: millones de personas se manifestaban y Aznar pasaba, con los pies relajados en la mesa de Bush, fumándose un puro, mientras el blando Zapatero no acababa de llegar a su discurso. Ocupaba el espacio parlamentario de la protesta pública un Gaspar Llamazares que hizo de verdadero líder de la oposición, dando voz al brío de un país contra la invasión de otro. Días de tensión, días de fe. Ahora andamos revisando los trabajos de preescolar de cada líder porque nuestra política se ha vuelto infantil. Puede haber habido plagios y autoplagios, másteres y tesis con las firmas turbias; pero eso, siendo grave, qué aporta a la política real. Aquí seguimos paseando momias y dispuestos a partirnos la jeta por 1936. Y eso que todavía no hemos cruzado el umbral de las vidas privadas de los diputados, aunque todo se andará y dentro de poco el Congreso podría ser una sucursal de Sálvame. Pero ¿quién nos salva a nosotros de la imbecilidad, de la tabla rasa de ese pensamiento tuitero? En la época de Aznar, las cosas eran serias. Podía dar el perfil de un malote auténtico, de serie, de tebeo. Uno se imaginaba al capitán Trueno luchando contra un villano como Aznar, que también tuvo puntos luminosos leyendo poesía patria. El mundo era otro. Ahora Pablo Iglesias, en lugar de hacer época, se entrevista a sí mismo con el ex presidente al fondo, porque no se ha salido de su protagonismo, y Rufián es el tipo que en el bar anda provocando hasta que alguien lo echa a la calle. Las collejas de Aznar a estos dinamiteros representan el choque de dos tiempos, y ninguno es el bueno.

* Escritor