Se llama Tomek, y ha presentado una denuncia por una ignominiosa humillación. Algunos turistas británicos, más cercanos al hooliganismo sin balón, ya no se conforman con lanzar monedas en la Plaza Mayor para convertir a indigentes rumanas en monitas que se arrastran por el suelo y satisfacer unas despóticas bufonadas. Tomek, sintecho y alcohólico con propósito de salir de los infiernos, a cambio de 100 euros se dejó tatuar en la frente el nombre de la enamorada del imbécil patrocinador.

Tomek ha declarado que 100 euros para quien vive en la calle son como tocarle la lotería, con el atenuante de la dignidad bajada por un buen colocón. Y el susodicho imbécil, con su intolerable mecenazgo, ha revestido el romanticismo del balconing, la antítesis de los requiebros escondidos de Cyrano a Roxanne. La piel es la moneda de cambio, mucho más cutre que la cínica avaricia del mercader de Venecia. Los amores antes se marcaban en los troncos de los árboles, y hoy el desprecio del mañana se pigmenta en la dermis, ese imperio del presentismo que todo lo atonta, incluso los últimos reductos de inteligencia… Como si Ortega ya no esparciera sus circunstancias en la psique, sino en el pellejo.

Supongo que fue en aquellos viejísimos días de las estampas de Vida y Color, un álbum humanista a la luz de estos tiempos, cuando se ganaron mis respetos los maoríes, el único pueblo que asocio con el rostro tatuado. Luego están los que alcanzaron los curtidos galones de la bizarría o el desarraigo, marineros que cruzaban el cabo de Hornos o legionarios que se hincaban en la piel un corazón con el color de una vena cava para achicarse en unos bíceps que se hacían flácidos, como las pagas de los mutilados. Lo demás son memeces de un impostado presente continuo. El Deprisa deprisa de Carlos Saura se ha redirigido hacia ese inimaginable esplendor de los tatuadores, notarios de esa engañifa de vender la inmortalidad a cambio de un instante. Antes había calcomanías versátiles, que lo mismo se pegaban en los azulejos que en la muñeca, y en su deterioro sancionaban la caduca inconsecuencia de la pubertad. Hoy, parecemos cambiar el fin de la Historia por la piel infinita, idolatrando en primer lugar el depilado, aunque casi todas, de todos los James Bond, se sigan quedando con el pelo en pecho de Sean Connery. Depilarse por añorar el culito de Coppertone, para enseguida tomar carrerilla y enfilar un nuevo hórror vacui, la adicción de contar historias y mixtificaciones como un hombre anuncio o un capitel románico.

La larga marcha de la filantropía consistía en desprender a muchos de nuestros semejantes de los yerros marcados en la piel. Hoy, con la hegemonía del pensamiento fofo que erigiría a Homer Simpson como un filósofo imprescindible, se mostraría el triunfo de ese atlas de anatomía pigmentada, donde se perderían y se harían innecesarios los números de la esclavitud. Lamentablemente, presiento que en esta exaltación del presentismo no hay más vocación que la rica miel de la inercia. Beckham y otros apolíneos iniciadores de esta pingüe imaginería, han arrastrado a la cutrez a aquellos cuyos dibujos en las pantorrillas se han quedado en tierra de nadie, causando la desazón en los dermatólogos.

Presiento que mitigará esa avidez por los papiros epidérmicos. Pero no será tan fácil renegar como en su día hicimos con los pantalones de elefante o los flequillos de Tony Ronald. Y más, si vuelve a imponerse, como en aquellos santanderinos baños de ola, la piel de vinagre.

* Abogado