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Tribuna abierta

Luis Mendoza Pantión

La droga es... su precio

Imaginemos que un día cualquiera, el producto se vende en farmacias, tiendas naturistas, supermercados, grandes almacenes, por la red... Lo mismo que ahora se compran mil cosas y a todos nos parece muy bien, pese al daño a las tiendas de siempre. Como en todo y porque de todo opinamos para sentirnos, aparecerían opiniones variadas. Habría opiniones a favor y quienes condenaran el peculiar y, sobre todo, sorpresivo mercado. Se llenarían los foros con reacciones tan diferentes como opinantes aparecieran, coincidentes con la nuestra, lejos de ella, razonables y disparatadas: un boom, sin duda, de excepcional tamaño. Apocalíptico. Si se opina de todo y todos opinamo..., imaginen. Responsables clásicos de la moral pondrían el grito en el cielo: ¡Perdición! ¡Esto lo estábamos esperando! Gente más liberada o más sufrida: ¡Iba siendo hora...! Médicos y educadores llenando los foros, pantallas y micrófonos, que ahora trabajan en la compleja tarea, no se pondrían de acuerdo: ¡Por fin! ¡Qué disparate! ¿Padres y madres que lo sufren...? ¿Verían algo de luz o una luz diferente? ¿Morirían de dolor por una vez por el veneno libre en los mercados? ¿Tendrían, por fin, la opción de cuidar a los hijos en su casa, en su cama, como hacían cuando enfermaban de pequeños por una gripe o unas anginas? Tendrían la paz peculiar de evitar la incertidumbre por no saber dónde andaban y en qué, casi siempre, malas compañías y en ambientes siempre lúgubres y peligrosos, que son lo más común ahora. Si no en un cuartelillo con olor a orines y hasta que, con suerte, los localizaran o los llamara la policía. El protagonista hablaría de su enfermedad como se habla de esas cosas abiertamente «Me siento mal y quiero salir de esto». Los políticos importantes quizás tengan más problemas para poner a los jóvenes y no tan jóvenes en el buen camino y habrán de encontrar sistemas para que no se tiren por las calles. La droga es libre y barata, en un mercado de precio y de canallas. Es como el vino o el tabaco pero ha de enriquecer a los más atrevidos y listos. ¿Quiénes sufrirían la mayor conmoción, la más grande de las ruinas? Los que se enriquecen con ella y acuden a las puertas de los colegios para lograr clientes. Muchos sin otra ocupación ni perspectiva.

Y les cuento una historia lamentable y sobrecogedora, real e impresionante. Cuesta creerla. Hace años, ejercía de maestro en un colegio conocido de la ciudad. Alumnos y alumnas de segunda etapa de EGB. Sabía de aquella madre y el drama familiar. Su hija cursaba estudios de segundo curso con normalidad, como estudiante que progresaba con aprovechamiento, preocupada e inteligente. Una mañana faltó y la madre, menuda y algo desaliñada, acudió a la puerta del aula, mezclada entre los compañeros de su hija. «Cris no viene esta mañana -me miró, apurada- Está con la garganta» «¿Y cómo van las cosas?» Entendió mi pregunta, ante aquella puerta antigua y acristalada que no dejaban libre «Esa, ¡como no sea porque se pone mala...! No nos da un disgusto la chiquilla --tardó en continuar-- Sé por dónde va usted y..., don Luis: ojalá pudiera contarle algo mejor del otro, de mi niño, que nos está matando. Esta mañana no llegaba y el padre tuvo que ir a recogerlo a la... ¡Que lo conocen, don Luis, como si viviera allí, en la comisaría! En el río con otros y en una pelea, maestro. Que me venía con una chifarrá en la espalda que daba miedo» «¡Vaya por Dios, mujer...» Y lo sentí con un gesto, que bien hubiera servido de despedida. Pero me detuvo con la consiguiente disculpa «¡Un infierno! A lo que ha llegado... Para que una madre y también un padre digan esto tienen que estar más que hartos, don Luis... Cualquier día aparece tirado en los molinos con la aguja colgándole del brazo --sus ojos rebosaron en lágrimas--. A ver si nos pasa y se acaba el mal sueño» «¡Vamos, mujer: no diga eso, que ustedes no quieren eso!» «¡Lo mejor, maestro! ¡Lo mejor! No sabe-se le encogía el corazón. --Usted no sabe...» No tenía que llorar para transmitir más dolor y pena.

Al final de aquel curso, murió César, que así se llamaba. Tenía veinte años y había pasado por nuestras aulas como la niña. Ocurrió como me había pronosticado la madre: un jardinero lo encontró muerto, solo y entre las ratas de un molino.

* Profesor

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