Si el calendario tuviese el perfil de una montaña, comenzamos a descender el año del pudo haber sido y no fue. El mundo sufre demasiadas convulsiones y turbulencias para recrearnos en aquella gran ilusión colectiva que fue la lucha por la Capitalidad Cultural. De aquella gran efervescencia ciudadana solo queda un espectro de resignación, indiferencia y a la postre un cierto alivio, visto lo refractaria que se está convirtiendo la sociedad occidental a patrocinar eventos multitudinarios, dado el albur de la barbarie terrorista.

El mal consuelo se recrearía en cacarear que no fue para tanto. Hay gente que ejercita su afición y su memoria recordando palmarés y es capaz de recordar el ganador del Tour del 84 --el último de Fignon--, o la película ganadora del Oscar del 57. Sin embargo, no conozco a nadie capaz de deletrear la relación de Capitales Europeas de la Cultura como si fuera la lista de los Reyes Godos. Con todo, esa desafección no puede convertirse en el puñalazo del perdedor y traicionar aquel gran caudal de energía que parecía perderse por fuerzas telúricas. Córdoba, por sí sola, imanta a los viajeros curiosos y a los que buscan hilvanar en el pasado la belleza de la sabiduría. Pero fuera del sumatorio de otros criterios no tan tangenciales, puede que al proyecto le faltase cerrar unas costuras y sobrase confiarse en exceso en la encomienda del merecimiento, sin recelar de que el masivo respaldo institucional o la tempranera presentación de la candidatura acaso no fuese suficiente. No era mi propósito vacunarme contra la posología del desagravio, pero este verano he recalado en el País Vasco. Y al igual que existe un colesterol malo y un colesterol bueno, también pervive un provincianismo retrógrado y arcaizante con otro en el que la defensa del terruño puede ser una forma de construir lo universal desde lo identitario. Lamentablemente, esta colisión se ha saldado con tintes dramáticos durante muchos años en la tierra vasca; donde el indudable empuje de una sociedad dinámica se ha visto empañado por el rebufo del privilegio y una vergonzante mirada hacia el otro lado respecto a los que defendían de forma más vivaz la vertebración del Estado. Hoy, la paz ha traído la contraparte de los mitos, en el que el autogobierno no ha dejado de consolidarse pero en el que se han desdibujado los salvapatrias encapuchados. Estuve en San Sebastián hace treinta años y del bulevar me traje un bote de humo y un pie para qué os quiero al participar involuntariamente en una carrera por una carga policial. En aquellos días vi a la Policía Nacional incursionarse motorizada en el casco viejo. Aún recuerdo aquellos ojos enrojecidos por la tensión. Estos días he vivido la normalización de la convivencia, la expansión de un paseo marítimo que guarda la bellísima estética de primeros del anterior siglo. Contemplé, sin propósitos mohínos, que la cartelería y la programación de la Capitalidad tampoco descollaban tanto como para desbancar a estos competidores del sur; pero, eso sí, nos permitimos el lujazo de escuchar a Gloria Gaynor en la playa de Ondarreta.

Viajar vitamina contra los prejuicios y sirve, entre otras cosas, para constatar la contenida amabilidad de los vascos. La pluralidad de esta nación es incontestable, pero la diferenciación requiere supinos esfuerzos. Es cierto que el euskera está arraigado en los pueblos del interior, pero bilingüismos aparte, vi a muchachos buscando Pokemon en las playas de Mundaka.

Igual que aquí, aunque hiciese menos calor.

* Abogado