La realidad social, política y económica que percibimos los ciudadanos se construye mediante estrategias muy complejas. Algunas son intencionadas por parte de quienes disponen del poder y de los recursos para hacerlo y otras no tanto. Una de las estrategias es ponerle nombre a un fenómeno o a un problema social y después cuantificarlo, ofrecer un dato que lo resuma, para que se pueda valorar su magnitud. Es el caso, por ejemplo, del empleo.

Trimestre tras trimestre, la Encuesta de Población Activa ofrece datos sobre el comportamiento de la población activa, la evolución del empleo, el tipo de contrato, etc. Es decir, describe rigurosamente las características del mercado laboral y las cuantifica: porcentaje de población activa, porcentaje de ocupados, de parados, etc.

Una vez los datos están listos pueden ser objeto de diferentes usos: académico, político y propagandístico. Pero es el sustento teórico de esos datos lo que debería conducirnos a una reflexión más seria, porque el modo en que definimos como sociedad qué se considera población activa y qué población ocupada, indica el valor social damos a cada actividad que conforma la estructura económica y social.

Veamos, población activa es la que tiene 16 años o más, que durante la semana anterior a la realización de la encuesta estaban disponibles y hacían gestiones para incorporarse a la producción de bienes y servicios. Es decir, este concepto excluye a las mujeres llamadas «amas de casa» y a los pensionistas, entre otros. Bien, ¿alguien podría decir que las amas de casa no trabajan y no producen riqueza? No, nadie lo diría porque su trabajo es la base del empleo, del trabajo remunerado. Lo que ocurre es que se trata de trabajo gratuito, no pagado y, por tanto, no contabilizado, a diferencia de la prostitución, que ya se incluye en los cálculos del PIB. ¿Alguien podría decir que los pensionistas no producen servicios? No. Muchos y algunos de ellos se dedican a los cuidados de sus hijos y nietos para que aquellos puedan estar empleados, precisamente. Por tanto, generan riqueza y ésta tampoco se contabiliza. Es decir, que buena parte de la riqueza que se produce en nuestro país no se cuantifica, no se remunera y se le da la etiqueta humillante de «población inactiva».

Por su parte, la población ocupada (con empleo) es aquella que durante la semana anterior a la realización de la encuesta hubiera trabajado, incluso esporádica u ocasionalmente, al menos una hora a cambio de un sueldo, salario u otra forma de retribución. También lo son personas que ya no trabajan pero que crean con alguna certeza que puedan reincorporarse.

Según esta concepción, no es extraño que la EPA indique un aumento del empleo aunque los contratos sean de días o semanas. Si llamamos empleo a una actividad que puede durar una hora y que además se puede remunerar en especie, toda vinculación entre el trabajo y la vida se fractura perdiendo así su sentido, y volviendo a la supervivencia como estrategia vital.

Es definitiva, dado que no se va a modificar la realidad, quizá podrían ser modificados estos conceptos para aquilatar mejor dos realidades injustas. Se me ocurren, cuidadores forzados, trabajadores voluntarios o… aún mejor: neoesclavos. H

* Doctora en Sociología, IESA-CSIC