Ha brotado al borde de un camino. Es tan pequeña, tan leve, que nadie repara en la sencillez de su belleza. Es solo un botón gualda, rodeado de pétalos blancos, y unas hojas de un verde vibrante. Tras la lluvia se le queda una gotita azul, que el cielo de la tarde vuelve rosa. La más leve brisa estremece su equilibrio, y parece que va a volar hasta perderse en el paisaje inmenso. Entonces se dobla y desaparece entre la hierba, pero resurge feliz. A veces un insecto merodea sobre su cáliz, hurga entre sus pétalos, buscando el néctar. Es solo un momento. Luego se va, y la flor vuelve a quedarse sola. Junto a ella pasan los pies, los coches; los grandes camiones, inmensos cíclopes que destrozan los espacios y el silencio. Yo no sé qué energía, o qué azar, o qué amor la sostiene. Cada primavera, fiel a sí misma, surge como del vacío, y crece, se abre; se entrega, a sabiendas de que tal vez no sirva para nada. En unos días, el sol la agostará. Entonces, a veces, cuando las alturas caen sobre ella y la noche la deja abandonada, se pregunta qué sentido tiene en esta vida. Una semilla minúscula, extraviada en un año de calores, lluvias, fríos, soledades, para sólo unos días de existir. Es el misterio que la trajo a este mundo. Nadie verá nunca esta flor. Nadie la va a coger. Pero ella está ahí, fiel a sí misma, porque algo muy sutil y muy eterno le dijo que ella pertenece a ese mundo en el cual un niño sonríe, un pájaro anida, se extiende el mar, asoman las estrellas y palpita el universo. Ella nos dice su lección a los humanos, cuando nos perdemos en la nada.

* Escritor