Las elecciones del pasado 20 de diciembre previsiblemente van a dar lugar a un Parlamento donde el gobierno no tenga mayoría absoluta. Las alianzas previsibles entre uno de los dos partidos más votados, PP o PSOE, con sus respectivas formaciones afines no dan en ninguno de los dos casos una mayoría absoluta. Tendremos, en consecuencia, un gobierno que no podrá ejercer sus funciones con autonomía total, sino que se verá obligado a dialogar y pactar habitualmente con la oposición.

El principio que sostiene la democracia, como poder del pueblo, es que nadie tenga la oportunidad de ejercer el poder sin restricciones. Aunque ejerza el poder en nombre del pueblo, aunque haya sido libremente elegido por el pueblo, debe siempre tener un contrapoder que limite sus actividades de gobierno. La mayoría absoluta, que hemos vivido durante los últimos años, es una situación que puede darse en un sistema perfectamente democrático. Desde un punto de vista formal, no se le puede poner ningún reparo. Pero tiene la contraindicación de que carece de restricciones parlamentarias. A las minorías parlamentarias, cuando uno de los partidos tiene la mayoría absoluta, no les queda más recurso que la denuncia y la protesta. Un gobierno sostenido por un partido con mayoría absoluta tiene legitimidad democrática para gobernar y decidir sin tener en cuenta las opiniones de las minorías. Puede aparecer más o menos simpático, más o menos elegante, más o menos cortés con la oposición, pero la legitimidad democrática para gobernar según sus propias opiniones, sin atender las de la oposición, no se le puede negar.

La mayoría absoluta de un partido político, siendo una de las hipótesis de gobierno de un sistema de democracia parlamentaria, es de alguna manera una negación de la democracia parlamentaria. Lo es en la medida en que el partido mayoritario tiene suficiente poder legítimo, como para ignorar las pretensiones de los partidos minoritarios.

Por el contrario, cuando ningún partido tiene la mayoría absoluta, el Gobierno no puede elaborar el presupuesto, no puede sacar adelante un proyecto de Ley, no puede efectuar ciertos nombramientos, sin contar con los votos de alguno de los partidos de la oposición. Es en esta situación cuando el Parlamento empieza a representar un auténtico contrapoder frente al Gobierno. Es entonces cuando la democracia empieza a hacerse sentir como una realidad.

Cuando no hay mayorías absolutas ocurren varias cosas que son interesantes: el gobierno en ejercicio tendrá que ejecutar algunas medidas contra su propia manera de pensar, porque se lo impone la oposición. Y esto no es malo, ni es humillante. Al fin y al cabo suele decirse con cierta grandilocuencia que los gobernantes son servidores del pueblo. Pues bien, los servidores de quien quiera que sea, no hacen su voluntad, sino la voluntad de sus señores. Y en nuestro caso, el señor es el pueblo. Pueblo que no es homogéneo ni monolítico, sino diversificado; y esa diversificación está representada en el arco parlamentario.

Otra circunstancia que se da en casos de gobierno en minoría es que la oposición tiene que ser más cuidadosa con lo que dice y exige. Cuando sabemos que lo que pidamos no nos lo van a dar, podemos pedir la luna. Cuando somos conscientes de que nuestras críticas no van a pasar de ser un discurso más o menos picante, pero sin consecuencias prácticas, podemos ir tan lejos como nuestra imaginación nos lo permita. Pero cuando la oposición tiene poder parlamentario para obligar al gobierno en ejercicio a tomar decisiones y ejecutar acciones contrarias a la opinión del propio gobierno, asume la responsabilidad de las consecuencias. Tendremos un gobierno que no podrá hacer todo lo que quiera, que para hacer lo que quiera tendrá que procurar que lo quiera además otro, y que a veces tendrá que hacer cosas que no hubiera querido hacer. Es comprensible que acostumbrados a un gobierno con mayoría absoluta, esta nueva situación requiera un nuevo estilo, una nueva comprensión del poder político.

Tendremos una oposición que se verá obligada a hacer algo más que discursos. Tendrá que tomar decisiones, y asumir las responsabilidades consecuentes. Es llegado el momento de que la clase política deje de jugar al verbalismo de lanzar adjetivos peyorativos a los demás partidos. Es llegado el momento de que cada palo aguante su vela, y a cada uno podamos conocerlo no por sus palabras, sino por sus hechos.

* Profesor jesuita