El Dr. E. Zamora Madaria, médico internista del mayor prestigio en toda la geografía española, murió en su Sevilla natal cuando apuntaba uno de los estíos de más destacada pujanza de la meteorología reciente de nuestro país. Los caminos por los que, hodiernamente, atraviesa éste no son, desde luego, los más propicios para que la sociedad hispana y, de manera especial, la andaluza, le rindan el tributo condigno a su extensa nómina de servicios a la comunidad. Sacudida por ráfagas de impetuosidad creciente de anomia, derrotismo e iconoclastia, carece de la menor conciencia de responsabilidad para recordar como es exigible a sus grandes desaparecidos, tanto en fechas lejanas como próximas, extrayendo de sus enjundiosas biografías lecciones de amor al gran país en que nacieron y al que enriquecieron con su ilimitada y fecunda entrega a sus diversos ministerios y deberes.

Pocos, en verdad, de más amplio eco social que el que atrajo desde su laboriosa infancia sevillana la vocación ilusionada y absorbente de quien habría de ser, pasados los años, catedrático de Patología de su siempre acreditada Facultad de Medicina. "D. Eduardo" fue, invariablemente, en los diversos centros a los que, administrativamente, perteneciere, objeto de particular admiración y afecto por los pacientes que veían en su sobria y solícita figura el ejemplo arquetipo del hombre destinado a curar desde la cuna, tales eran sus saberes y, singularmente, la actitud adoptada ante el enfermo, muestra recatada pero indisimulable no sólo del rigor profesional más alquitarado, sino también de una honda, inefable empatía de raíz evangélica.

De igual manera, en el plano académico su actividad se mantuvo de modo indeficiente en la proyección aludida anteriormente. Los alumnos más relevantes de las numerosas promociones sobre las que ejerciera la docencia superior lo consideraron de manera unánime en Córdoba, Badajoz, Cádiz y Sevilla como maestro de la más ilustre prosapia hipocrática por sus inimitables, en el fondo y la forma, enseñanzas. Por desgracia, la politización extrema y, por ende, estéril desde un mirador científico que reinase despóticamente en la Administración andaluza en la etapa más acendrada de una trayectoria profesional, que discurriera en el orden íntimo y personal por roderas de un conservadurismo declarado más abierto, privó a su insigne magisterio de las dimensiones que en otras circunstancias le hubiesen dado, sin la menor duda, audiencia más anchurosa y positiva para el conjunto de la sociedad y, muy singularmente, de los estamentos integrantes de las llamadas Ciencias de la Salud, las de mayor cotización mediática en una sociedad hiperestésicamente aferrada a la vida...

Olvidos, desmemorias e ingratitudes del presente no afectarán, sin embargo, a los futuros historiadores de la Medicina española, que valorarán como es debido las dimensiones de su celebridad en el recuerdo de sus pacientes y discípulos --el Dr. cordobés Juan Ballesteros Rodríguez muy en vanguardia--, así como en el de sus colegas, agradecidos a la enjundia y densa sustancia de sus sobresalientes estudios, modelo de acribia y originalidad.

Pero eso será empresa de las generaciones del porvenir. Con la finalidad de que fuese lo más relevante posible, las actuales tendrían que colocar ya sus primeros mimbres en forma, v. gr., de solicitudes a rectores y alcaldes de actos y placas en honor de su limpia memoria.

* Catedrático