Cinco años después de que lo hicieran los norteamericanos, dos años después de pensarlo y seis meses después de anunciarlo, por fin, el Banco Central Europeo va a hacer lo que debería haber hecho ya: comprar deuda en los mercados, o sea, monetizar deuda.

Las razones que han llevado al BCE a tomar esta decisión las explicó el presidente Draghi el jueves pasado: las expectativas de inflación y de crecimiento de la eurozona son negativas, por lo que es posible y necesario actuar. Es decir, el BCE no espera que en los próximos tres años crezcan los precios más allá del 1,5%, al tiempo que certifica el estancamiento actual de la economía europea.

Estas expectativas negativas de inflación se deben a cuatro factores clave: en primer lugar, la caída del precio del petróleo que augura una época de energía barata; en segundo lugar, la integración de los mercados europeos, a pesar de lo que aún queda por hacer, lo que supone una mayor competencia y un menor riesgo de subidas de precios; en tercer lugar, el ajuste salarial al que hemos sometido a todas las economías europeas, y, finalmente, al pesimismo sobre el futuro de los europeos, lo que genera menores expectativas de crecimiento. Con petróleo barato, mercados competitivos, salarios estables y pesimismo sobre el futuro es muy difícil mantener el ortodoxo discurso de los riesgos inflacionarios.

Descartados estos riesgos, primer objetivo estatutario del Banco, el BCE puede hacer una política monetaria expansiva que ayude al crecimiento económico. Y eso es lo que lleva intentando desde junio del pasado año, pero que se va a intensificar, porque la compra directa de deuda, en las cantidades que ha aprobado, supondrá una entrada de liquidez de la misma cuantía que las de los seis años anteriores. Una cantidad que es solo el 35% de la que inyectó la Reserva Federal norteamericana para activar su economía, pero que puede ser suficiente para empezar la reactivación europea.

Los efectos de esta política expansiva son múltiples y serán tanto más profundos cuanto más acompañen otras políticas. Los efectos financieros del anuncio de hace unos meses y de la decisión de la semana pasada han sido inmediatos: los tipos de interés de referencia han bajado prácticamente al cero, la prima de riesgo de la mayoría de los países está en niveles precrisis, con la excepción de Grecia, y el euro cotiza por debajo de 1,2 dólares, lo que supone una devaluación de más del 15% en solo un año. Los efectos sobre la economía real se notarán en unos meses y, aunque sea tímidamente porque depende de la capacidad que tengamos de cambiar las expectativas, mejorará la situación de nuestra economía. Para empezar, la devaluación del euro supone un impulso a las exportaciones europeas, lo que activará las economías centrales que son las que venden en los mercados internacionales, y, en una segunda ronda, supondrá una mejoría en nuestras exportaciones. En segundo lugar, la financiación de los gobiernos y de las grandes empresas será más barata, lo que supone menores costes financieros, unos menores ajustes en el gasto público y una mejoría en las cuentas de resultados. Y, en tercer lugar, y dado que los bancos europeos, según los tests de estrés, están saneados, habrá más dinero para las pymes y las familias. El resultado final de estas consecuencias financieras debieran ser, en la economía real, crecimiento en el consumo y en la inversión, y una cierta mejoría de la tasa de paro en los próximos meses. Una mejoría que, a medida que se vaya cimentando la confianza, podría traducirse en una senda estable de crecimiento.

Esta medida del BCE es un fuerte empujón para arrancar el motor de la economía europea. Un empujón que podrá en marcha el coche, si no pisamos el freno a las reformas y no cambiamos de dirección. Dos tentaciones que algunos tienen porque confunden la mecánica con la ideología.

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola Andalucía