Una de las cosas más bellas que se pueden contemplar en esta vida es ser testigo directo de las virtudes artísticas de un niño. Ello te hace seguir creyendo que el ser humano fue hecho para bien. Hace unos días fui al Círculo de la Amistad a escuchar un violín tocado por un chiquillo con una de las carillas más inocentes que he visto. Se llama Carlos Martínez Arroyo y el Arroyito en cuestión desbordó arte, disciplina, paz y emoción desde la primera nota. Pasaban los minutos de su concierto y por un momento estuve seguro que su barbilla pegada al extremo del instrumento formaban parte de un solo cuerpo, todo él música en estado físico puro. A pesar de ser tan joven (14 años) la mágica caja de música obedecía sin rechistar los preciosos gestos de sus ojos perennemente cerrados (salvo una vez que los abrió buscando el gesto de su madre). Como soy padre creo que sé lo que sintieron sus padres: un amor infinito solo comparable a los suspiros de Dios que las cuerdas pronunciaban. La vida tiene muchos caprichos y uno no sabe por dónde tira pero el tiempo pone a cada uno en su sitio y el que con esfuerzo siembra lo normal es que dé buena siega, y si no, sembrará de nuevo hasta dar con la cosecha adecuada porque los que renuevan el mundo, son así. Sé que este chaval es un guerrero sin miedo y si sigue con ese afán trabajando su genialidad escribirá su nombre con notas musicales doradas en la memoria de Córdoba (como mínimo). Una memoria que lo ha escuchado, la ha convencido y ahora se le ofrece, le sonríe y le anima en forma de violín. ¡Vamos, Carlos!

* Abogado