He de reconocer que no me gustan las comparaciones históricas. Comparar la actual crisis mundial con la de 1929 es, en mi opinión, de una utilidad muy limitada. El mundo de 2013 es tan diferente al de 1929 que cualquier comparación es poco significativa. Creo que las interacciones, que eso es la economía y la política, de 7.000 millones de personas (3 veces más que en 1930), con una edad media 5 años mayor, 10 veces más ricas, con un nivel tecnológico muy superior y en el mundo globalizado y postmoderno del siglo XXI no puede ser la misma que la de 1930.

Más interesante, sin embargo, es analizar casos de un solo país y más cercanos en el tiempo porque hay menos variación en las condiciones. Así, si queremos hacer una comparación de la crisis que estamos viviendo en España con alguna, quizás la más interesante sea con la crisis de los setenta, aunque sólo sea porque muchos de nosotros la vivimos.

De esa crisis hay varias cuestiones interesantes. En primer lugar, fue una crisis originada por una crisis sectorial, en este caso, el de la industria, que había sido motor de desarrollo en el periodo anterior (1961-74). Es decir, el origen de aquella crisis, como la actual, fue el exceso de inversión en un sector protegido de la competencia exterior que no pudo soportar el choque de costes del petróleo, ni la dinámica salarial de la economía española, lo que se había traducido en una inflación diferencial excesiva y en un déficit de balanza de pagos inmanejable. En segundo lugar, la dinámica de aquella crisis, como la de ahora, fue la trasmisión al sector bancario, lo que daría lugar a intervenciones públicas y fusiones, congeló el crédito a la actividad productiva y al consumo y condenó a la economía española al estancamiento. Finalmente, la política económica con la que se encaró aquella crisis se basó en una fuerte devaluación (monetaria entonces) que recompuso la competitividad exterior, una rigurosa política monetaria, una expansión del gasto público (creación del Estado del Bienestar) con subidas impositivas y un proceso de liberalización de mercados por la integración en la Unión Europea. Eso sí, todo ello al coste de perder el 10% del empleo, con tasas de paro cercanas al 20%, en un mercado laboral en el que sólo trabajaban 11,3 millones de personas. Y en medio de un complicado marco político de democracia recién estrenada, terrorismo etarra y golpismo.

Frente a esta crisis de los setenta, la que ahora vivimos es más profunda, aunque las condiciones reales sean mejores. La crisis actual es más profunda porque mientras que, entre 1978 y 1984, la renta per capita se estancó, entre 2007 y este año, la renta per capita española ha caído un 8,8%. Más aún, mientras que en aquella crisis se perdieron el 10% de los puestos de trabajo, ahora llevamos una pérdida del 15% del empleo. Sin embargo las condiciones que tenemos ahora, aunque dramáticas, son mejores, pues tenemos una renta per capita un 90% superior (en términos reales) a la de 1977, una tasa bruta de ocupación (ocupados/población total) del 37,2%, frente a1 29,8% de 1980, un estado del bienestar que, a pesar de los recortes, sigue funcionando y un marco de apertura exterior.

Eso sí, ahora estamos mucho más endeudados, por lo que, esta vez, además de devaluar (ahora vía salarios), hemos de volver a recomponer nuestro sistema bancario para hacer que funcione la política monetaria, y reformar la fiscal porque no puede funcionar por las deudas acumuladas.

No podemos, pues, aplicar las mismas políticas concretas que nos ayudaron a salir de la crisis de los ochenta. Pero sí podemos aprender de la actitud con la que se enfocó aquella crisis. Porque de la crisis de los setenta se salió con realismo, credibilidad, esfuerzo, generosidad, solidaridad, políticas coherentes y liderazgo. O sea, todo lo que ahora nos está faltando.

* Profesor de Política Económica.

Universidad Loyola