En su primer artículo, la Constitución proclama al Estado como social y democrático de derecho. No es mera retórica y de evidente trascendencia jurídica que, además de venir a enterrar el Estado con derecho pero no de derecho padecido por los españoles durante toda la dictadura franquista, sirve para fijar las tres señas históricas de identidad de nuestra organización política, social y jurídica: el Estado de derecho, como imperio de la ley que emana del pueblo a través de sus legítimos representantes; el Estado de bienestar, como conquista social que iguala a los ciudadanos de manera real y efectiva en el disfrute de derechos; y Estado democrático, como perfeccionamiento del modelo de democracia representativa que pretende la directa implicación ciudadana en la vida política, social, jurídica, económica y cultural del país.

Debe de saberse que hay diferencias sustanciales entre una democracia que va al ralentí y otra que marcha con velocidad de crucero, y una de ellas es precisamente la promoción de la participación ciudadana en las decisiones públicas. Aquella democracia se contenta con dejar que los ciudadanos elijan a sus representantes cada cierto tiempo; ésta, además de hacer posible esa elección periódica, facilita la intervención de la ciudadanía en los asuntos que le conciernen, uno de los cuales es sin duda la administración de justicia. Siendo sensible a ese deseo histórico de participación popular que es propio de cualquier sociedad democrática moderna y avanzada, el artículo 125 de nuestra Constitución sugiere la existencia del jurado como una contribución popular responsable a la vida judicial del Estado, y deja en manos del legislador la forma en que se ha de hacer realidad en los procesos penales.

La Ley del Jurado nace en el año 1995. Permite que nueve ciudadanos juzguen, con la ayuda técnica de un juez profesional, a otros conciudadanos por delitos graves (asesinato u homicidio) o de elevado impacto social (incendios o delitos cometidos por funcionarios públicos) y a través de un procedimiento que está inspirado como ninguno de los existentes en nuestro panorama procesal en el ideal constitucional básico del juicio justo, esto es, un juicio que se hace desde la absoluta imparcialidad del tribunal, que parte de la presunción de inocencia del acusado --la que, obviamente, admite prueba y conclusión a contrario--, que sea público, que haga posible la defensa de los intereses legítimos de las partes por igual y que impida dilaciones indebidas.

En clave jurídica, económica y hasta social, se puede discutir la configuración legal actual de la institución --quien esto escribe discrepa de algunos de sus extremos por generar meras disfunciones procesales--, pero es justo reconocer que, siendo escasísimo el impacto estadístico de la misma, la misma está siendo de notable utilidad social, permitiendo con toda naturalidad y a diario que los jueces legos impartan justicia en nuestro país con pulcro respeto a los cánones constitucionales.

Y es que siempre es bueno recordar que un veredicto, cualquier veredicto, también el veredicto penal, si se quiere auténtico y verdaderamente justo, necesita de dos condimentos básicos: la verdad y el sentido común. La verdad la dan las pruebas y el sentido común lo tienen que poner los jueces, sean legos o sean profesionales, que uno no puede ser justo si no es humano. Así de sencillo y así de complejo.

* Magistrado