En estos días ha arrecido la polémica sobre la capacidad de los Ayuntamientos para exigir el Impuesto sobre Bienes (IBI) a la Iglesia Católica. Como punto de partida he de comentar que la misma carece de fundamento alguno. Quiénes manifiestan que cuentan con esta capacidad desconocen las previsiones contenidas tanto en el Instrumento de ratificación del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Asuntos Económicos de 3 de febrero de 1979, como la Ley reguladora de las Haciendas Locales, que asume, como no podía ser de otro modo, el contenido del primero.

El Acuerdo es un tratado internacional. Por tanto y de conformidad con el artículo 7.1 de la Ley General Tributaria, los tributos se rigen y en este orden: por la Constitución, los tratados y convenios internacionales, las normas reguladoras de cada una de las figuras tributarias y las disposiciones reglamentarias que desarrollan estas últimas donde se encuentran las Ordenanzas fiscales que aprueban los ayuntamientos (entre ellas la del IBI). En definitiva, un Ayuntamiento no puede modificar, vía ordenanza, las previsiones del Acuerdo sobre Asuntos Económicos y de la Ley reguladora de las Haciendas Locales.

El artículo IV del Acuerdo dispone que la Santa Sede, la Conferencia Episcopal, las diócesis, las parroquias y otras circunscripciones territoriales, las órdenes y congregaciones religiosas y los institutos de vida consagrada y sus provincias y sus casas tendrán derecho, entre otros beneficios fiscales, a la exención, total y permanente, de la contribución territorial urbana --actual IBI-- de los siguientes inmuebles: los templos y capillas destinados al culto, incluidos sus dependencias o edificios y locales anejos destinados a la actividad pastoral; la residencia de los obispos, de los canónigos y de los sacerdotes con cura de almas; los locales destinados a oficinas, la curia diocesana y a oficinas parroquiales; los seminarios destinados a la formación del clero diocesano y religioso y las universidades eclesiásticas en tanto en cuanto impartan enseñanzas propias de disciplinas eclesiásticas y los edificios destinados, primordialmente, a casas o conventos de las órdenes, congregaciones religiosas e institutos de vida consagrada.

Lejos de lo que se ha escrito en estos últimos días, este beneficio fiscal no es una rémora de épocas pasadas. El artículo 16.1 de la Constitución "garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley". Por su parte, el número 3 del precepto impide que cualquier concesión pueda tener talante estatal, afirmando textualmente que los "poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones".

Del contenido del precepto nos interesa destacar dos cuestiones. De un lado, garantiza el derecho fundamental a la libertad religiosa. De otro, el reconocimiento del hecho religioso como un fin de interés general, que ampara la Constitución. Como tal fin debe ser promovido desde los poderes públicos, siendo los instrumentos fiscales uno de los medios eficaces para su consecución. Sólo así es como debemos de interpretar las citadas normas. Por último, señalar que España no es una excepción, ya que previsiones similares contemplan las legislaciones de los países de nuestro entorno.

* Socio director de F&Martín Abogados. Profesor titular de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Complutense de Madrid