La guerra cuando es evidente (Libia) produce un desconsuelo íntimo equiparable a la certeza de tener un gran mal físico (cáncer). Los hijos de esta Europa de la larga paz (65 años) aborrecemos los disparos y los obuses contra el otro. Nuestros gobiernos lo saben, conocen el no a la guerra abrumador de sus opiniones públicas, y es por ello que dan tantas excusas antes de admitir una intervención militar. Pero esta llega inevitablemente dejándonos luego perplejos y divididos. Y aunque llegue avalada por la ONU y el destinatario de su fuego sea un canalla olímpico (Gadafi), el rugido de los reactores bien dotados de ubres negras repletas de explosivo no lo acabamos de digerir. Nos gustaría proceder contra esos truhanes como con los más adyectos asesinos: encerrarlos para siempre evitando la pena de muerte. Pero no siempre es posible. Como tampoco parece probable espantar esos moscones que asimilan ahora a Zapatero con el trío de las Azores. También ellos se adueñan del dolor de tripas que produce este conflicto en las gentes que protagonizó el no a la guerra, para lanzarlo como un puñado de barro sobre el enemigo político. Los radicales de la política acusan al Gobierno y le lanzan los despojos que se amontonan después de la metralla. Al cabo, la batalla de Libia terminará, pero nadie nos asegura que no vendrán otras. Desde que los señores de la guerra de Washington decidieron intervenir en el corazón del Medio Oriente todo es conflictivo. El mundo islámico ha entrado en convulsión y nadie adivina qué color tendrán las aguas del Mediterráneo mañana. Solo cabe la esperanza de que Libia sea "la última guerra". Porque a la mayoría de los europeos nos duele demasiado el ruido de los cazas.

*Periodista