Las últimas semanas de la vida de Jesús fueron dramáticas. Dramáticas en un doble sentido: porque se está gestando el final trágico de la vida de un hombre enfrentado al poder de las estructuras políticas y religiosas; y porque el desarrollo de los acontecimientos va mostrando el crecimiento del conflicto, del enfrentamiento de las posiciones, de la escalada de las intrigas, hasta desembocar en un estallido de violencia y crueldad. Violencia y crueldad que han constituido en la cultura occidental el símbolo y el paradigma del sufrimiento y de la muerte del ser humano. La muerte de Jesús ha inspirado la pintura, la escultura, la música y la literatura. Toda una filosofía sobre la vida y la muerte ha sido elaborada por el pensamiento occidental a partir de la contemplación de Jesús crucificado. Una muerte que es ejecutada por quienes podían invocar el principio de la "obediencia debida", e inspirada por quienes se autoproclamaban defensores de la legalidad (Jn 19 7), vigilantes de los intereses de la nación (Jn 18 14), y partidarios del orden establecido (Jn 19 15).

Jesús fue personalmente consciente de cómo iba acercándose ineludiblemente hacia un final violento. Tiempo atrás lo había anunciado, cuando parecía que las cosas estaban de su parte, y que el clamor popular que le apoyaba podía poner en su mano los ases del triunfo (Mr 8 31-33). Más de uno lo pensó así, y se imaginó a Jesús a la cabeza del sanedrín, dirigiendo los destinos del pueblo judío, pactando con los romanos la retirada de las tropas de ocupación, devolviendo a la nación israelita la conciencia histórica de su destino universal. Empezaron a calcular quiénes habían de ser los hombres de confianza en aquella empresa de reconstrucción nacional (Mt 20 20-23). El poder corrupto de Jerusalén sería apartado, y sustituido por hombres leales a los valores de los nuevos tiempos.

Jesús fue bastante más realista, y era consciente de que para conseguir tales objetivos tendría que hacer cosas que él no estaba dispuesto a hacer bajo ningún pretexto. Y como no estaba dispuesto a poner ciertos medios, era inútil hacerse ilusiones sobre cuál sería el final de aquel enfrentamiento. Lo había dicho en privado a los suyos, provocando su estupor. Un día lo dijo también en público, en mitad de la plaza del Templo, desafiando al poder sacerdotal: por conseguir vuestros objetivos, sois capaces de matar.

Como de costumbre lo hizo contando una historieta. Un propietario tenía una viña, la arrendó, y cuando mandó a cobrar la renta, los arrendatarios mataron al mensajero. Envió luego a su hijo, y también lo mataron, para quedarse con la viña. No pasaba de ser una historieta, sin embargo "los sumos sacerdotes y los fariseos comprendieron que se estaba refiriendo a ellos, y trataban de detenerle, pero tuvieron miedo a la gente porque le tenían por profeta" (Mt 21 45-46).

Días más tarde, de noche, buscando un momento de soledad y aislamiento, lograron su objetivo. Como tanta gente que ha sido sacada de su casa de noche por los escuadrones de la muerte, por organizaciones paramilitares, por secuestradores y terroristas. Porque al fin y al cabo la historia de Jesús no difiere demasiado de la historia de muchos hombres y mujeres que en el mundo han sido. Los conflictos humanos, desde que Caín mató a Abel , se han venido resolviendo por las armas, por la muerte y por la violencia. Es la dialéctica triste de una humanidad que ha empleado su inteligencia en mayor medida para agredirse que para ayudarse. Con toda la irracionalidad que se quiera, con toda la inconsecuencia que imaginarse pueda, pero esa es la verdad.

Al servicio de la guerra, al servicio de la muerte, al servicio de la exterminación del enemigo, el ser humano a lo largo de la historia ha dedicado más tiempo, ha consumido más esfuerzo intelectual, que para curar a los enfermos, para enseñar a leer y a sumar, o para producir y distribuir alimentos.

La conducta de Jesús es provocativa. Por una parte, elude cualquier iniciativa encaminada a la realización de su proyecto mediante la conquista del poder. Por otra, resulta ser víctima de quienes utilizan el poder para llegar a sus objetivos, utilizando si es preciso la violencia. Esta conducta, en el caso de Jesús, no es solamente la convicción de un líder excepcional. Jesús es la Palabra de Dios. Es quien hace comprensible a Dios, y manifiesta al mismo Dios. Por ello sabemos que Dios rechaza la violencia, aun cuando se la quiera justificar con objetivos supuestamente razonables. Vivimos bajo la pesadilla de la delincuencia, del terrorismo, y de la guerra.

El camino hacia la desaparición de estas tres pesadillas no viene por la instrumentación de una violencia contradictoria que las extermine, sino por el fomento de la comprensión hacia los problemas de los otros. El camino no es la destrucción del enemigo, sino la creación de circunstancias sociopolíticas tales donde la enemistad no pueda existir.

* Profesor jesuita