Probablemente estos días (además de atolondrados, imprudentes, desquiciados o aturdidos) son los más complejos y confusos de todo el calendario anual, tanto que resultan muy atractivos para la reflexión y el estudio. No parece desde luego que puedan ser considerados falsos, como algunos sugieren, porque las cosas y lo que a la gente le interesa están suficientemente a la vista de todo el mundo. Falsos no, porque nadie oculta cuáles son en el fondo sus alicientes. Pero sí oscuros y liosos. Cada época del año tiene su consejo y su propósito en la costumbre común y está muy claro hacia donde éste camina y cómo, salvo cataclismo, es cada vez más irreversible. Por eso no debemos llamarnos a engaño ni soltar sermones morales porque, mientras su eficacia es totalmente nula (a veces hasta da la impresión de que algunos están nerviosos por terminar el discurso contra el consumismo para salir corriendo antes de que cierren las tiendas), para lo único que sirven es para formar parte también del decorado navideño.

Y entre la marabunta de circunstancias propias de estos días, uno de los detalles es que estamos en el tiempo de los buenos deseos y de los buenos propósitos. Por supuesto que hay mucha gente que en el fondo piensa que esto ya está pasado de moda; que lo de año nuevo, vida nueva es una manera trasnochada y rancia de llenar de moralina unas fiestas que están para otra cosa; y que ¡vivan los peces que no paran de beber y beber en el río! hasta no se sabe cuánto ni si acabarán ahogándose de tanta agua (aunque ¡qué más da!). Pero también es verdad que, si hay una fecha en la que abusamos de la palabra bueno en todas sus modalidades, es precisamente ahora: la literatura al uso (la poca que va quedando), las frases rituales a los amigos y a los vecinos, y hasta las prácticas empresariales están llenas de esta singular y prodigiosa palabra. Buen año, buenos deseos, lo mejor, buena suerte, buenos propósitos (no digamos nada con lo del tabaco), pasarlo bien...

Y luego resulta que si hay una palabra que signifique tantas cosas que puede no acabar significando nada, ésta es la de bueno. Sin duda, una, si no la más, de las que tiene más dosis de ambigüedad. Bueno es el clima, bueno es un jamón o un vecino (o una vecina), un libro, el pasado o el presente, el chiste que nos cuentan y el coche que pasa por la calle. Y buena es la virtud. Bueno puede ser todo (o nada, naturalmente) de lo que sabemos, lo que nos ocurre o lo que nos dicen. Pero si las cualidades de un jamón o de un coche apenas coinciden y nada tiene que ver la virtud con el clima o el vecino con una broma, ¿qué queremos decir cuando, de acuerdo con lo establecido, deseamos unos a otros un año bueno?

Por supuesto que el uso de esta palabra en estas condiciones nos facilita y resuelve la vida con los demás. Pobres de nosotros si tuviésemos que ir inventando fórmulas de saludo y esperanza propias para cada uno de aquellos con los que nos encontramos. Decimos bueno a todos y a todo y asunto resuelto, que cada cual lo interprete como quiera: es una liturgia social que nos hace posible la vida. Es lo que algunos autores han llamado la capacidad de estirar el idioma: que las mismas palabras signifiquen para el que las dice lo que éste quiera, y para el que las oye lo que le apetezca, aunque sean cosas diferentes e incluso contradictorias. O, de otro modo, que lo dicho sirva para cualquier descosido, siempre que todos queden bien, que es lo que viene a decir Alicia en el País de las Maravillas.

Procusto era un bandido malísimo de la antigüedad griega, que acosaba y mataba a los viajeros que encontraba en el camino. Pero lo peor no era esto, que al fin y al cabo es el trabajo de todos los maleantes, sino que su fama especial venía del sadismo con que trataba a sus víctimas: hasta que lo mató Teseo, una especie de rey mago de la época, las echaba sobre su lecho de hierro y si las piernas sobresalían, cortaba de un hachazo lo que sobraba; pero si resultaban más cortas, las estiraba hasta que dieran el largo de la cama. Por eso su muerte fue celebrada largamente por todos los ciudadanos de bien, más o menos como se ha hecho toda la vida. Pero ¡cómo ha avanzado la civilización! Mientras Procusto alargaba o acortaba los cuerpos de sus secuestrados, la cultura ha permitido hacer esa operación con las palabras, que es un trabajo en principio y aparentemente mucho más fino y distinguido, aunque también sabemos que éstas sí que acaban siendo un arma de destrucción masiva. ¿O acaso un insulto, un consejo, una sugerencia o un desprecio expresado en palabras no son capaces de modificar del todo nuestra vida?