Se aproximan tiempos --los de la conmemoración del bicentenario de la guerra de la Independencia-- ocasionados a la exhumación de viejos agravios del lado español en las relaciones entre ambos pueblos, a menudo más convencionales que sinceras y cordiales, a despecho de coyunturales colindancias políticas y retóricas declaraciones de amistad indesligable. El tributo de gratitud que, por parte española, debe rendirse a un país admirable, del que nos han venido tantas cosas buenas y con el que hemos hecho, por los caminos de la gran historia, innumerables jornadas en buena y fecunda compañía, no puede ocultar que la causa quizá principal de los males que atenazaron la vida de nuestra nación durante un ancho tramo de la edad contemporánea y provocaron su rezago en la marcha del progreso económico y social característico de dicho periodo, fue indiscutiblemente la invasión napoleónica. La desalmada decisión de un poder que aspiraba a ser cosmocrático, provocó la inicua muerte de centenares de miles de españoles sin otra culpa que la de amar a su patria hasta la inmolación. El balance de la empresa napoleónica no pudo ser más dañino para el porvenir de la nación. Las secuelas que dejó en todas sus fibras condujeron a la quiebra de su proceso evolutivo, la fractura de sus élites, la pérdida de su imperio y, en fin, a la eversión más completa, con el consiguiente e irremontable retraso cara a los grandes Estados de su entorno, entre ellos, naturalmente, y muy en primer término, la misma Francia. Frente a lo cual carece de significación el acierto de múltiples reformas de las realizadas por los afrancesados e impulsadas por aquel rey lleno de buena voluntad que fuera "El Intruso", José I, el hermano mayor del Emperador. Aun desechando con cajas destempladas cualquier tentación de incursionar por la llamada "historia virtual", tan de moda en el día, no es fantasioso imaginar que, sin la guerra de la Independencia, el reinado de Fernando VII hubiera sido, en líneas generales, positivo, pese a las innumerables taras del complejo personaje. El panorama socioeconómico ofrecido por el país en la fase políticamente más ennegrecida y reprobable de su gobierno --la ominosa década--, cuando, de la mano justamente de "tecnócratas" un punto o dos filoafrancesados en su juventud, el Estado recuperó, en una pésima coyuntura material, sus niveles de eficacia setecentista, así lo hace, desde luego, pensar.

Mas estos rescoldos de una memoria histórica que, sin olvidarla, ha de ser, como siempre, encauzada hacia metas de concordia y reconciliación, no debe llevar a alegrarse de la maltrecha situación en que ahora se encuentra y olvidar los muchos servicios prestados y el protagonismo esencial tenido por el país de San Vicente de Paúl y Voltaire, la Declaración del hombre y el ciudadano", y Camus. Durante largo tiempo fue frase estereotipada en libros y conversaciones que todo hombre tenía dos patrias: la suya y Francia. Solar por antonomasia de todos los exiliados del planeta hasta casi la actualidad más estricta, su devoción por las libertades e inimitable capacidad de transformarla en un discurso de notoria belleza y fuerza conceptual explica que "El Hexágono" fuera visto como tierra de promisión para todos aquellos forzados a abandonar su lugar de origen por persecuciones políticas y doctrinales. Pocos o ningún país presenta un saldo más favorable respecto a solidaridad y atención por los exiliados, acogidos por sus gentes con invariable respeto y, a menudo, comprensión. Hodierno, esta población extranjera tiene, afortunadamente, otra fuente. Acostumbrada a una inmigración en la que las motivaciones ideológicas se mezclaban de sólito con las económicas, la desaparición de las primeras con el consiguiente predominio de los laborales en unos extranjeros de filiación por lo común extraeuropea, ha provocado la aparición de una pulsión xenófoba en una nación de lentos reflejos para insertarse en el proceso de mundialización que da tono a la sociedad del siglo XXI.